Paco
Nos habíamos conocido en Nashville, Tennessee, al hilo de unas conferencias sobre la Transición en nuestro país poco antes de que Tejero y sus conmilitones descargaran la zarpa sobre el Congreso de los Diputados. Entonces hablamos, entre canapés y bebidas de cola, del amargo destino que amenazaba a España a cada vuelta del camino. Nos hicimos amigos porque lo habíamos sido antes sin conocernos, ya que habitábamos desde antaño los mismos sueños y desdichas que mantenían la historia de nuestro país en la permanente zozobra en que nos habíamos acostumbrado a vivir. Yo le respetaba hasta la veneración, pero enseguida me sorprendí a mí mismo, frente a quienes reverencial o educadamente le llamaban don Francisco, tratándole de tú, con una camaradería que ni la edad ni nuestras respectivas biografías debían permitirme, pero que él agradeció enseguida. Mantuvimos la amistad hasta el final, enriquecida por las sesiones académicas en las que nos sentábamos codo a codo y a las que no faltaba ni un solo jueves. En los descansos, se posaba en medio de la sala erguido como un palo, presumiendo de no usar el bastón a sus cien años, y departíamos sobre lo humano y lo divino, aturdidos quienes le oíamos por su sabiduría precisa, bienhumorada e incombustible. "Llevo vivo más de la cuenta", comentaba sarcástico cuando le interrogábamos por su salud, y a veces le fallaba el oído, o la vista, antes de que le operaran de cataratas casi centenario ya, pero nunca la cabeza (en la que los médicos se habían visto obligados a hurgar para deshacer un coágulo), ni mucho menos las piernas, hasta bien entrado ya el tiempo de su adiós.
Creador de una obra inmensa en la narrativa, en el ensayo, en el periodismo, Francisco Ayala era el último intelectual que podía presumir de haber sido a la par testigo y autor de la vida de España durante todo el siglo XX. Su aportación a la cultura hispana en todos los ámbitos, desde la docencia a la creación literaria, pasando por el análisis político, la crítica social y la investigación literaria o histórica, difícilmente admite parangón alguno. Irreductible en sus convicciones morales, inmarcesible en sus afectos, desmesurado en la calidad y cantidad de sus obras, vivió el exilio y el retorno con la dignidad de los maestros y la humildad de los buenos ciudadanos. En esta hora tan triste para cuantos aman nuestra cultura y saben de la magnitud de su pérdida, quienes tanto le hemos debido y admirado sólo podemos añadir que, sobre todo, le queríamos, le queríamos mucho. Y añoraremos esos ojos burlones, esa media sonrisa sobre las corbatas a la última que a menudo le regalaba Carolyn, haciéndonos un guiño cómplice, entre admonitorio y divertido, al tiempo que decía: "Yo en realidad tendría que estar muerto".
Pero los elegidos como él nunca perecen, su rastro es perdurable y fecundo. Su ejemplo, irrepetible.
Juan Luis Cebrián es miembro de la Real Academia Española.
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