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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Melancolía del fin

Que los jóvenes no lean, apenas escandaliza a nadie pero si la cultura dominante es actualmente la cultura audiovisual, ¿por qué tampoco les interesa la pintura?

En la frondosa y larga cola que formaba la gente para ver la actual exposición Impresionismo en la fundación Mapfre de Madrid no había a la espera una sola persona menor de 30 años. Los jóvenes pasaban y no entraban, miraban y pasaban.

La pintura del siglo XIX, como la música "clásica", como los más importantes libros y películas que seguíamos con arrobo, componen ya un grande y pesado fardo de otros siglos que los adolescentes y los jóvenes adultos han tirado por la borda sin lamentar su fin. ¿Han quedado por tanto depauperados sin saberlo, despojados de la cultura y de su riquísimo botín?

Que los jóvenes no lean apenas escandaliza, pero ¿por qué tampoco les interesa la pintura?

La respuesta más común consiste en juzgar su despecho tremendo como pura ignorancia y en estimar su desasimiento de esas grandes obras como una equivocada manera de sortear todo lo bueno y lo sabroso para alimentarse de comida basura.

Sin embargo, ¿cómo no tener en cuenta que la cultura es la cultura de cada época, cambia con ella, y de ningún modo existe modelo absoluto que traspase los siglos por mucho que se admire la Ilustración?

¿Pinturas enmarcadas? ¿Sinfonías solemnes? ¿Lecturas parsimoniosas? El tiempo que ahora discurre es incompatible con la majestad, la jerarquía y la lentitud. Es incompatible con la reflexión, la concentración y la linealidad para ser, por el contrario, veloz emocional, complejo e interactivo.

De este modo, cualquier profesor de universidad o de escuela que, impulsado por su entusiasmo, pretenda comunicar el disfrute de esa cosmología chocará con mentalidades extrañas, radicalmente apartadas de ese universo cultural.

Al contrario de lo que suele pregonarse, el esfuerzo para que los chicos lean a Cervantes o a Manolo Longares, aprecien los conciertos de Brahms o celebren la pintura de Manet y Ráfols-Casamada es una marcha atrás, con lo que en lugar de hacerles avanzar los convertirá en "retrasados".

A la escuela se le escapó de las manos la enseñanza de la fotografía, del cine, de la televisión, de la publicidad o de la música pop por considerarlos fenómenos de baja calidad, totalmente indignos de llamarse cultos.

Ahora está ocurriendo algo parecido. Las lágrimas derramadas porque los chicos no cojan un libro o no sepan valorar a Gerhard Richter impedirán ver la cultura que bulle en la red y donde, desde el net-art a las nuevas fórmulas narrativas, desde el rap o los grafiti, constituyen un sistema en el que la instrucción y el pensamiento crítico tienen mucho que hacer.

Definitivamente, el mundo no regresará a la despaciosa lectura bajo la luz de gas, ni a los conciertos de cámara, ni a El castillo, de Kafka. La cultura es lo que es y no son ellos, los adolescentes y jóvenes adultos, quienes se están ahorcando en su posible ignorancia, sino los adultos quienes, rezagados, vagan como zombis entre la melancolía de la desaparición.

Hace sonreír que a los líderes políticos se les ocurra como medio de actualizar la enseñanza, cambiar un curso de nombre y erigirse por ello en reformadores de la educación. Hace llorar que todos nosotros, ilustrados en la divinidad del libro y sus correspondientes arcángeles, nos obstinemos en que todo el futuro deba parecerse, en cuerpo y alma, a nuestra aún amada descomposición.

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