Mario y la novela total
Náufrago en una isla desierta, si la diosa Fortuna le permitiera a Mario Vargas Llosa llevarse para su solaz un solo libro de todos los que ha escrito, escogería Conversación en La Catedral. Yo en cambio espigaría de entre su obra La casa verde, una de las novelas más simbólicas, en ocasiones de tendencia casi surrealista, que ha salido de su pluma. Hace ahora cuatro años que comentamos esta breve discrepancia, como algunas otras menores entre nuestras muchas coincidencias, durante un coloquio en la Feria del Libro de Madrid, con motivo de la presentación de la obra completa de Mario, editada por Alfaguara. Es imposible, por supuesto, no rendirse ante la evidencia de que La casa verde no fue ni su mayor éxito de ventas ni el libro más apreciado por la crítica, pero la carpintería literaria que cimienta la obra, su magistral mezcla de lugares, tiempo y emociones, me parecieron ya cuando salió todo un homenaje a la literatura, a la belleza del arte, en estado prácticamente puro.
Como en el caso de todos los escritores del boom latinoamericano, la obra de Vargas Llosa mantiene desde entonces una relación intensísima con las emociones, los desvaríos y ensueños de la generación de los sesenta. Esta fue una década marcada por un anhelo de libertad como no recuerdo se haya producido en todo Occidente después de la II Guerra Mundial. Confluían en las aspiraciones de la época demandas muy diversas, que iban desde la revolución política a la sexual, y que en el caso de España apenas podían expresarse. La incorporación a nuestro universo literario de un buen elenco de jóvenes escritores latinoamericanos (García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa...), y el descubrimiento tardío de maestros como Borges o Asturias, galvanizó por entonces la conciencia de una España que despertaba al desarrollo económico y pugnaba por sacudirse las cadenas de la mediocridad y la miseria. Descubrimos también gracias a ellos, casi de golpe, el mestizaje posible entre el realismo social, que pugnaba por abrirse paso en nuestro país, y el realismo mágico que aquellos autores nos regalaban. En aquel peregrinaje artístico, tan inesperado como placentero, los latinoamericanos de la época nos ayudaron a descubrir los perfiles de nuestra propia identidad, frente a la cultura acartonada, provinciana y triste que el franquismo patrocinaba.
Leí la primera novela de Mario, La ciudad y los perros, nada más publicarla Seix Barral en 1963, como ganadora del Premio Biblioteca Breve. Apenas un año más tarde recalé en la sede central de la agencia de noticias France Presse, en la plaza de la Bolsa parisiense, en demanda de un puesto de becario como redactor de la sección de América Latina. Tienes suerte, me dijeron, hace poco se nos marchó un peruano, un tal Vargas Llosa; le dieron un premio de novela y al parecer ha decidido dedicarse desde ahora solo a la literatura, te puedes sentar en su silla. Así lo hice, ¡y a ver si se me pega algo!, pensé entre sonrisas. A partir de aquella anécdota he seguido paso a paso la trayectoria de Mario, como lector primero, como amigo, editor y compañero en las tareas de Academia después. Es el creador de un modelo literario cercano a la perfección. Por un lado, siempre ha sido antes que nada un contador de historias, un narrador puro, de una plasticidad formidable en sus descripciones, siempre preocupado, no obstante, por el rigor en los detalles y la comprobación de los mismos, lo que le acerca de manera inevitable a las fronteras del mejor periodismo. Por otro, es de admirar su personal involucración en la política, desde una concepción sartriana del compromiso, del engagement tal y como lo entendíamos y lo pretendíamos vivir en aquella década de los sesenta, dorada para nosotros todavía, en nuestra memoria y en la de nuestras frustraciones. De La ciudad y los perros me había impresionado su sencillez narrativa, la plasticidad del relato y su cercanía a algunas vivencias de la España de entonces. Las experiencias del colegio militar de Lima se parecían como un huevo a otro huevo a las que muchos reclutas de la mili tenían que padecer en el ejército español. El antimilitarismo era corriente obligada entre los jóvenes de la época, y tras mi estancia en París, cuando me vi obligado a ingresar en una escuela de automóviles del Ejército del Aire como orgulloso perteneciente a la clase de tropa, volví a agarrarme a aquel libro que demostraba hasta qué punto la vulgaridad de los comportamientos de nuestros instructores y mandos era idéntica, en su zafia brutalidad, a la que Vargas Llosa describía. Pero la llegada de La casa verde, que había escrito en París precisamente durante la época en que se ganaba la vida como redactor de France Press, constituyó para mí una revelación de la que todavía disfruto. Creí entender entonces, y lo sigo pensando ahora, que aquel era un experimento, trabajoso y pertinaz, de alguien absolutamente decidido a escribir la novela total (un empeño este que luego veríamos repetido en obras tan inmensas como Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo). En las descripciones de los escenarios amazónicos y de la choza prostibularia de Piura -por utilizar sus propias palabras- descubrí a un tiempo la herencia de un Faulkner y una intensa sensualidad, entre refinada y sórdida, producto de las lecturas de Flaubert. Creo que no ha habido en la literatura castellana nadie capaz de emular a Mario en su destreza magistral a la hora de convertir el sexo en materia prima de la belleza artística.
Alguna vez le escuché decir que es imposible discernir entre la memoria y la fantasía. Escribo ahora estas fugaces líneas precisamente de memoria, desde esa América Latina tan querida para él, y a la que ha entregado lo mejor de sus esfuerzos, de sus años y de su inteligencia, sin por eso dejar de ser un europeo con casas en Londres y Madrid. Pero sé distinguir perfectamente la ausencia de cualquier tipo de fantasía en mis valoraciones, quizá subjetivas, aunque compartidas por una multitud, acerca de la excelencia de la obra de Vargas Llosa. Hace muchos años que la Academia sueca debería haberse fijado en él para otorgar un galardón que no admite discusiones y que en ocasión como esta, al igual que tantas otras veces, honra más a quien lo entrega que a quien lo recibe. La precocidad de su talento, su proteica vitalidad y su biología portentosa permiten empero que el reconocimiento llegue cuando todavía le queda mucha obra por delante. Sus amigos, sus lectores, los millares de discípulos secretos que descubren en su prosa el músculo fibroso y mineral de su condición de escritor, estamos de enhorabuena.
Babelia
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