Un luchador, un resistente
Llevaba tiempo sufriendo, y Adolfo Marsillach no era hombre para sufrir, ni parecía hombre para morir. Hay una mentalidad de resistente, de rebelde, que consiste en creer que la muerte es la opresión únic, y la enfermedad su agente, y que vivir es una forma de revolución. Era un luchador de la vida, y en su libro de memorias, muchas veces áspero, muchas veces tierno, siempre minucioso porque no olvidaba nada y cada recuerdo entraba en sus pasiones, se refleja esa manera esforzada de abrirse camino en la vida. Con talento. Todo el teatro entonces, cuando él empezó en el teatro -era hijo y nieto de críticos escritores de Barce-lona-, venía de una escuela culta de periodismo -era más duro que ahora.
Su primer gran éxito, 'En la ardiente oscuridad', fue en Madrid, con un grupo de actores valiosos
No era un hombre para las grandes palabras: lo era para el sobreentendido, para el humor, para la alusión
Empezó, si ésta es forma de decirlo, por arriba: en el Teatro de Cámara de Barcelona. Con obras difíciles y significativas. Su primer gran éxito fue en Madrid, con un grupo de actores valiosos que interpretaron En la ardiente oscuridad, dirigidos por Luis Escobar en el Teatro Nacional María Guerrero, y lo continuó con una obra mas sutil, mas de matiz y de ideas delicadas y hasta metafísicas: Cocktail party, de T. S. Eliot. Ése era su tono: el teatro de hablar y pensar.
Lo cual no quiere decir que no fuera un hombre total, un hombre de espectáculo: el tiempo en que dirigió la Compañía del Teatro Clásico Nacional. Un gran tiempo de teatro que para mí y para él fueron muy duros: una amistad profunda, de las de todos los días -no sé si ahora: amistades de todos los días yo ya no las tengo, porque nos hemos ido desgajando unos de otros en la ciudad enorme, rara, sin cohesión-, se vino a resentir por nuestros oficios. Yo era y soy crítico, como lo fue su padre, y tenía el mismo respeto por mi trabajo que él tuvo siempre por el suyo, y no coincidían en esos años. No me era fácil sobrepasar sin la información obligatoria ciertas maneras de ver a Calderón o a la Celestina, ciertos toques a cualquiera de los clásicos a los que se dedicaba, sin advertir que no parecían justos. Él me respondía con una tesis: el teatro, decía él, no es museo. A los poetas dramáticos, explicaba, no se les cuelga de una pared: se les hace vivir, se les renace en cada representación, se les hace nuevos cada día.
Era muy raro que dos amigos íntimos discutieran por el significado de la escalera de mano como destino en la muerte de Sempronio, o por la aparición de los judíos en El médico de su honra y lo que quiso decir Calderón y no dijo: y que discutieran no como cuestiones meramente académicas o teóricas, sino como temas realmente personales capaces de afectar a las relaciones.
Para él estas cuestiones eran algo mas que un hecho teórico: ponía su vida en cada obra. Cuando salía a escena como actor, en su gran éxito como autor, Yo me bajo en la próxima, ¿y usted? (1981), en la que relataba en teatro de cabaret, de números cortos, la casi biografía de un hombre de su edad en la España disparatada de lo prohibido, lo clandestino, lo permitido y lo obligatorio, ponía también toda su lucha.
Una lucha que no le ahorraba enemigos. No era de sufrimientos, pero los tenía: cuando Fernando Arrabal, manipulado, le retiró el derecho de representar El arquitecto y el emperador de Asiria, para comercializar de otra manera sus obras. O en los días terribles en que el dolor de cabeza le obligaba a echar el telón y suspender una obra. Quizá era ya ese dolor de cabeza que al final ha sido una metástasis imparable.
Pensaba hace unos días que, a pesar de mis inquietudes con aquellas obras que montaba, ha sido la mejor época del Teatro Clásico Nacional: de adhesiones, de discusiones. Hablo, sobre todo, de una época en la que aún creíamos que todo iba a empezar y todo iba a renacer después del paréntesis infame -en el que él hizo su trabajo de una forma honrada, decente, artística-, y ahora pasan las cosas un poco por encima, como si la cultura y el teatro fueron algo para pasar un poco por encima y quemar unas subvenciones. Estamos en la era del posdesencanto.
Pienso también que fue una gran época del Centro Dramático, cuando era director general Rafael Pérez Sierra, de UCD. La que él dirigió: estuve de asesor con él y admiré su capacidad de lucha y de trabajo. Abrió su temporada con Noche de guerra en el Museo del Prado, de Alberti, dirigida por Ricardo Salvat, cuando todavía era peligroso y Rafael aún no había vuelto a España. Creo que lo más duro que le pasó por aquella obra y por algunos compañeros a los que eligió para trabajar con él no lo supo nunca enteramente: cuando llegó el ministerio socialista yo le propuse al ministro Solana para director general: por su conocimiento del teatro, de la empresa, de toda la organización interna: yo fui quien le llamó a Lanzarote, donde tenía un piso diminuto, para ver si aceptaba. Pero no hubo ocasión: algunas personas de las organizaciones socialistas de teatro le vetaron por comunista. Qué gran disparate, que gran mentira. Había empezado por Alberti, había llevado a actores que eran del partido. Años después tuvo el cargo.
Estas líneas son entrecortadas, y deslavazadas. No siempre la amistad, el recuerdo, los años juntos, los diálogos, las bromas, el whisky en Oliver donde íbamos cada noche, los largos viajes en coche por Europa, el ciclo de conferencias en Cecilia, dejan trabajar bien a la profesión de periodista; ahora, de necrólogo del amigo. No siempre se resiste bien la muerte de cada día; no siempre se sabe cómo ser perdonado por el que se va. Ahora nos veíamos, nos abrazamos, charlábamos unos momentos y nos separábamos hasta otro encuentro. Ya no había teléfonos, no había citas. Concha le llamó hace dos días: lloraron juntos. Yo no quise llamarle porque podía él deducir que era una despedida, y que la muerte estaba ya allí: y él no era hombre para morirse. No era hombre para las grandes palabras: lo era para el sobreentendido, para el humor, para la alusión. En sus artículos, en sus libros, en su teatro. Nunca hubiera querido que ésta fuese, y así, la última vez que nuestros nombres aparecieran juntos.
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