Lobo Antunes y la naturalidad
El escritor portugués recibe el Premio FIL en Guadalajara, México
Este hombre que baja a desayunar o que deambula en mangas de camisa por las veredas de Guadalajara representa lo que quiere ser esta feria, más que ninguna otra cosa. El hombre es Antonio Lobo Antunes, ha recibido el Premio FIL a la obra de toda una vida, y explicó en un discurso improvisado y muy hermoso que los maestros de su vida, y de su escritura, fueron un loco, una enferma terminal y un niño moribundo.
Portugués que estuvo en Angola, combatiendo, y que como médico luego siguió combatiendo contra la enfermedad en hospitales de Lisboa, Lobo es un premio merecido y extemporáneo, algo que a la feria le conviene para afirmar su vocación iberoamericana, muy acendrada pero muy difícil de orquestar, porque si es difícil juntar a escritores del español, imagínense ustedes para juntar a los escritores de dos lenguas, aunque sean próximas.
Y ese hombre, Lobo, representa esa vocación iberoamericana de la feria, pero también la ambición de consolidar, con sus premios, a escritores extraños, es decir, autores que no resultan radicalmente conocidos, o muy conocidos; Tomás Segovia, el poeta, además el último que recibió el premio mientras el galardón se llamaba Juan Rulfo, es intimista, su escritura está herida por la intimidad y por la melancolía, y no es un cantante de rock. Pues ahí estaba, como Lobo, paseando la naturalidad de su vocación en medio de las sillas de los desayunos, sin guardaespaldas ni otra parafernalia que la de su pensamiento ensimismado.
Eso, esa búsqueda de la naturalidad, es lo que convierte en atractiva esta feria, que los premiados son de su padre y de su madre, y de que hay gente -de veras- para todo. Este premiado, Lobo Antunes, estuvo ayer en el chat de ELPAÍS.com -y antes estuvo Juan Villoro, y ahora ha estado Sergio Ramírez-; vi llegar a Lobo, con su editor español, Claudio López Lamadrid, de Mondadori, que aquí ha estado al pie del cañón con su autor (y con sus restantes autores); los dos se sentaron ante el ordenador (aquí se dice computadora) y Claudio le fue leyendo a Lobo las preguntas del público; el ex soldado, el médico y el escritor en una sola pieza dictándole en castellano a López Lamadrid lo que luego los lectores recibirían como respuestas a sus inquietudes.
Ustedes ya leyeron, y pueden seguir leyendo en ELPAÍS.com , lo que él dijo; a mí me gustaría volver a su discurso conmovedor del primer día, cuando lo entronizaron con el premio, porque me pareció que esa ocasión también es un rasgo de la feria. Los mexicanos son muy solemnes; cada acto de cierta relevancia tiene un presidium (así lo llaman, como en la URSS) que se compone al menos de ocho personas, algunas de las cuales, por fortuna, no abren la boca. Pero algunos abren la boca, y hablan sin que tenga mucho sentido su parlamento. Por ejemplo, en esa ocasión de la apertura hablaba el gobernador, a quien abucheó el ingente público porque por lo visto es muy reaccionario; y habló el editor norteamericano de Lobo, Robert Weil; lo hizo en inglés, y gesticuló tanto que parecía que se dirigía a un sordo (y la verdad es que parece que Lobo no oye muy bien). Un parlamento, el del gobernador, sobraba, y el otro era muy útil, pero demasiado largo. En ese marco de parlamentos de distinto cariz fue interesante constatar que la política empeora siempre (o casi siempre) lo que toca, y ese papel disgregador de la naturalidad de las cosas lo impuso también el ministro italiano Franco Frattini, que llegó, lanzó su discurso (en italiano, y perfectamente prescindible) y se fue antes de que hablara Lobo.
Lobo fue el que puso las cosas en su sitio. Ya lo hemos contado; lo subrayo ahora porque me estoy yendo y fue de lo que más me impresionó de la feria, junto con lo que los amigos de Carlos Fuentes hicieron para recoger la memoria que han vivido con el autor de La región más trasparente, cuyos 80 años atraviesan esta feria como un estandarte. El discurso de Lobo fue íntimo, precioso; como se dice por aquí, espectacular. Fue lentamente ascendiendo en el recuento de los magisterios que ha recibido -el loco que le dice que el mundo está hecho por detrás, la mujer desahuciada que no ha ido antes a la consulta del médico porque no tiene dinero, "y no tener dinero es como no tener alma", y el niño que está enfermo de cáncer y que finalmente muere y le deja a él reflexionando sobre la fugacidad cabrona del tiempo- y construyó al fin un relato conmovedor que de pronto nos hizo olvidar a todos la solemnidad impostada del presidium.
Se lo perdió Gabo, le hubiera gustado; García Márquez prefirió irse a tomar tequila en Tequila, al parecer porque no se quería encontrar con Frattini. Pero Gabo ha estado en todas partes, en el Veracruz (lugar de baile imprescindible en la feria), en los almuerzos, en las cenas; ha estado participativo y cercano, ha compartido su memoria (que conserva, y de qué modo), y ha desmentido con su actividad los rumores y vaivenes que siempre le sitúan fané y descangayado. Si esto fuera noticia lo diría: García Márquez está muy bien, riéndose de todo lo que puede. Pero ya se sabe que las noticias tienen que ser siempre malas para ser noticias. Y decir que Gabo está bien interesa menos que la suposición infundada de que no se encuentra muy bien.
Así que ahora que dejo la feria, y estas crónicas, les quería aconsejar que volvieran al principio y subrayaran tres discursos: el de Lobo, el de los amigos de Fuentes y el de Fuentes hablando de sus amigos. Y además, anoten como simbólico de la feria ese encuentro de Fernando Savater con Fher, el líder de Maná, y el que está a punto de tener Arturo Pérez-Reverte con el líder de los Tigres del Norte. Ese tipo de conjunciones añaden apuesta y naturalidad a la feria, un sitio al que se puede ir en mangas de camisa en el otoño tórrido de Guadalajara, donde Gabriel García Márquez pasea su silencio, su coña y su risa.
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