Inventario de recuerdos y cenizas
La escritora francesa Florence Delay, traductora de clásicos como Calderón de la Barca o Fernando de Rojas, publica 'Mis ceniceros', un librito en el que repasa algunos de sus recuerdos a través de estos objetos
Florence Delay (París, 1941) se ha cansado de "olvidar para evitar el sufrimiento" y ha encontrado en los objetos una manera de recordar. Mis ceniceros (editorial Demipage), el último libro de la escritora y traductora de clásicos de la literatura española como Calderón de la Barca, Fernando de Rojas o Lope de Vega es su excusa para reflexionar sobre la desaparición a través del humo. "No es el momento alegre de encender el cigarrillo, es la rapidez con la que se acaba, el humo que se va", dice la también académica de la lengua francesa.
Buscando el tono para los personajes de su novela El fin de los tiempos ordinarios Delay dibujó uno que se parecía mucho a ella. Un banquero que cuando caía el sol se tomaba un whisky fumando cigarrillos y describía sus ceniceros. "Asumí que los recuerdos de mi banquero eran los míos y años después decidí alargar el tema añadiendo otros tantos", dice la escritora excusando su castellano "cansado" porque, por un misterio que esconde detrás de una sonrisa, lleva mucho tiempo sin visitar España. "Así encontré una manera, un poco rebuscada, meditativa aunque divertida, de escribir un librito nuevo".
El libro no es una biografía: "Escribir que tuve un amante con ojos de color nicotina no dice tantas cosas sobre mí".
Delay recorre los años en los que compartía ruedo con Hemingway y Dominguín, con su padre, el importante psiquiatra Jean Delay, con su hermana y su madre.
Mis ceniceros no es un ejercicio de coleccionismo. La escritora no es capaz de recordar cuántos de estos objetos o detectives privados, como los define en el libro, tiene en sus tres casas. "Acabo de mudarme, he regalado 2.000 libros", dice aliviada, "me siento mucho más ligera porque quiero avanzar, apartando las cosas". Florence Delay confiesa que le gusta engañar con el lenguaje, por eso sus páginas se llenan de metáforas como la que representa el cenicero de su abuelo, un ataúd, de los pocos que se salvan de la criba. "Me gusta parecer muy sencilla y esconder secretos detrás de las palabras. Es como cuando patinas sobre una superficie de hielo y te sientes muy ligera sin olvidar que debajo hay algo más".
De este repertorio de memorias no se desprende tampoco una autobiografía, sino "un regalo de paz a través de todas estas cosas inquietantes". Delay, como una bailarina, pasa de puntillas por su vida, cita pero no desarrolla. "Escribir que tuve un amante con ojos de color nicotina no dice tantas cosas sobre mí", se justifica. "Lo mío no interesa, pero creo que usar el yo, a veces puede servir de guía". Y así recorre entre humos los años en los que compartía ruedo con Hemingway y Dominguín, con su padre, el importante psiquiatra Jean Delay, con su hermana y su madre, artista del fumar: "La recuerdo con su pitillera dorada, ofreciendo sus cigarros en un gesto precioso".
"La prohibición de fumar es muy difícil para mi generación. Todos los escritores que me gustaban como Albert Camus, André Malraux o Sartre tenían su pitillo. Para mi, el fumar siempre acompañaba al trabajo intelectual". Y aunque en toda la conversación no hace apología del tabaco, ni siquiera amagando con salir a fumar, la melancolía del humo la lleva a recitar las palabras de su amigo Ramón Gómez de la Serna: "En París era pipa y no hombre". Paladea la frase como un buen cigarrillo y continúa. "Veía a Ramón paseando por la noche a orillas del Sena entre los puestos de libros, un cementerio que resucitaban a la mañana siguiente". Cuando los intentos por definir Mis ceniceros parecen agotados, aparece con este recuerdo la idea del epitafio que Delay se apresura en negar. "Creo en la resurrección y estoy convencida de que lo haré como les pasa a los pitillos cuando se acaban, te fumas otro y resucitan. Así seré yo, volveré".
Babelia
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