Iglesia y religión
Últimamente abundan en el pensamiento anglosajón los adalides de la crítica inmisericorde de las religiones: Daniel Dennett, Richard Dawkins, Sam Harris, Christopher Hitchens... A ellos acaba de unirse ahora A. C. Grayling, un meritorio divulgador inglés de temas filosóficos del que Ariel había publicado ya El poder de las ideas y del que aparece en la misma casa Contra todos los dioses, una obra breve cuyo título lo dice todo... incluso demasiado.
En realidad, Grayling, como algunos de sus predecesores antes mencionados, no se enfrenta propiamente con los dioses -que nunca se ponen a nuestro alcance ni para bien ni para mal, como ya enseñó Epicuro-, ni siquiera con el problema de fondo de la religión, sino con ciertos abusos dogmáticos que por instigación clerical entorpecen el funcionamiento laico de nuestras democracias en campos tan sensibles como la educación, la libertad de expresión, las leyes civiles, etcétera. En una palabra, las atacadas realmente son las iglesias y su pretensión atávica de condicionar todavía la vida cotidiana de ciudadanos que no pertenecen a su feligresía.
Los creyentes rechazan a muchos dioses para seguir al suyo. Un ateo solo tiene un dios rechazado de más
Grayling repite de modo sintético algunos razonamientos ya planteados en extenso por obras mayores, con algunas aportaciones personales. Por ejemplo, refuta la pretensión de las religiones de merecer un respeto especial en el debate teórico (la comparten, por cierto, con las formas de vida y las ideas políticas). El respeto a aquellos rasgos no elegidos (edad, color de piel, minusvalías, etcétera) es exigible democráticamente como reconocimiento de la dignidad de cada cual. Pero en lo tocante a opciones personales, ideológicas o de comportamiento, hay que resignarse a la crítica y a las bromas, de mejor o peor gusto. Puede aconsejarse cortesía en ese campo, desde luego, pero no exigirse intangibilidad so pena de ser acusado de "fóbico" o "intolerante".
También rehúsa Grayling el calificativo de "ateo", por ser un término que pertenece al lenguaje religioso. Si a nadie se le define como "nomarcianista" si no cree en los marcianos o "antiduendista" si rechaza la existencia de duendes, ¿por qué el no creer en el Dios de las grandes iglesias debe convertirse en calificativo para describir intelectualmente a una persona? Sin mencionar además que los creyentes -del Papa para abajo- rechazan a muchísimos dioses, Zeus, Quetzalcoatl, Manitú... para aceptar al suyo. O sea que todo el mundo es ateo de la mayoría de los dioses y el ateo propiamente dicho solo lleva un dios rechazado de ventaja a los demás...
En realidad, el discurso de Grayling argumenta polémicamente contra las pretensiones de imposición pública de dogmas y control de comportamientos que pretenden las iglesias. Pero la cuestión de fondo teórica -a qué responde la religión y qué problemas de comprensión existencial atiende o atendía- es algo mucho más complejo y creo que más apasionante. Un buen tratamiento filosófico de la cuestión es el que ofrece Vicente Serrano en La herida de Spinoza, reciente ganador del Premio Anagrama de Ensayo.
Parte Serrano del libro que el neurobiólogo Antonio Damasio dedica a Spinoza, en quien ve un precursor de las teorías actuales que niegan la secular separación entre mente y cuerpo. Sin embargo, pese a su admiración por el filósofo, Damasio le reprocha su serena resignación ante la muerte, a la que él no renuncia a vencer en el futuro. Esta es la voz moderna de lo que algunos han llamado "voluntad de poder", el anhelo infinito de crecimiento que no admite límite ni cortapisa natural o teológica. Las religiones brindaron en su día una autocomprensión de la vida y de los afectos de miedo y esperanza que nos constituyen; perdido ese marco de referencia, quizá haya sido el pensamiento de Spinoza el último intento de establecer límites extraeclesiales al impulso deseante de la modernidad. Serrano explora las consecuencias posmodernas del abandono de las religiones: un tema más sugestivo que la refutación de las iglesias...
Babelia
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