Hombre de campo
Había logrado ser el hombre menos afectado de España. Sobre todo cuando hablaba de sus propios libros, estorbando de paso que otros lo hicieran, si era para elogiarlos. Era ponderado y longánimo al mismo tiempo, sin mentir ni mentirse. Fue siempre así con todos, amigos y enemigos. Sólo le oyó uno hablar mal, eso tan frecuente en nuestro estrecho mundo literario, frecuente e inocuo por lo general, en una sola ocasión, de una persona. Pero lo hizo de tal modo, con tan cervantina suavidad, que hasta yo mismo no logro recordar ahora su nombre. Ni siquiera lo hizo de los que mataron a su hermano, que se llevó por delante la Revolución en la Málaga del 36, sedienta de sangre.
Era uno de esos españoles que trabajaron por una tercera España, la improbable. Sabiendo la devoción que uno sentía por Juan Ramón Jiménez, solía recordarme: "Yo soy machadiano", como quien siendo seguidor de un torero lamentara no poder serlo al mismo tiempo de otro, al que admira por igual. Entregó su ilusión por entero y desde muy joven a la poesía, una llama que a veces amenazaba apagársele entre el hueco de sus manos. La primera vez que nos vimos, hace exactamente treinta años, le hizo a aquel muchacho deslumbrado por la pureza de esa llama y de su vida, de su gusto, de la nobleza de su porte, de su historia, de la panorámica sobre el Botánico que se admiraba desde el salón de su casa madrileña o de su legendaria y romana heredad antequerana, una confesión imponente, categórica: "No se puede ser rico y escritor al mismo tiempo". Y en sus ojos pequeños, de lebrato, brilló un sobrentendido. Había en aquellas palabras, a las que se refirió otras veces, un fondo jansenista, que le dejaba su poso melancólico, porque lo cierto es que su vocación de poeta y escritor fue, como mínimo, simultánea a la fatalidad de haber nacido en el seno de una familia patricia. Se ve que como todos los seres humanos, pobres o ricos, viejos o jóvenes, sanos o enfermos, tenía la fantasía de ser otro, pero tuvo la suerte de tener el sentido común de no querer ser más que él mismo.
Lo consiguió con creces en la generosidad. La suya no conoció límites. Se pasó la vida, su centenaria vida, favoreciendo a aquellos escritores y poetas a los que admiró, y que habían de serlo a pesar de ser pobres. Y lo hizo, claro, sin que su mano izquierda llegara a saber lo que hacía la derecha. Su amigo íntimo y editor Manuel Borrás, depositario de tantas confidencias suyas, así podría confirmarlo.
Como Machado, pasó mucho tiempo solo paseando por el campo, y como él hubiera podido decir que quien habla solo espera hablar a Dios un día. No es fácil saber lo que esta palabra, Dios, encierra, ni su alcance. Para nosotros hoy no es más que la sombra de un vacío, el que nos ha dejado.
Andrés Trapiello es escritor.
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