Historias cruzadas
Manuel Borja-Villel habla con el entusiasmo de quien ha descubierto una buena historia y tiene impaciencia por contarla. Las buenas historias casi nunca se inventan: estaban delante de los ojos y sólo hacía falta mirar con la atención necesaria para encontrarlas, hallarse predispuesto, ansioso por descubrirlas. Una buena historia consiste muchas veces en el hallazgo de conexiones nuevas entre cosas ya conocidas que al revelarse saltan como chispazos neuronales.
Lo que ha querido contar Manuel Borja-Villel en la nueva disposición de las colecciones del Reina Sofía es el trayecto del arte moderno visto desde una perspectiva española; no la historia insular y lineal -y en el fondo quejumbrosa- de los ecos que llegaron a un país atrasado y más bien conservador desde las metrópolis del arte, ni tampoco la del contraste entre unos cuantos genios rápidamente universales y un pelotón de mediocridades cargadas de resignación y buenas intenciones, sino la conexión, mucho más complicada y más interesante, entre las tradiciones interiores y el sobresalto de lo nuevo, entre los artistas que se iban y los que se quedaban, los que volvían, los que llegaban de lejos, los que sin venir siquiera irradiaban influencias valiosas.
Seguir a un solo artista durante toda una vida desplegada en varias salas puede ser tranquilizador pero también engañoso, porque ni el pintor más original se forma por sí solo ni es exactamente el mismo a lo largo de su carrera. Algunos de los más sutiles hilos narrativos que ha dibujado o ha encontrado Borja-Villel son los muy sinuosos que entrecruzan las historias de los artistas españoles en apariencia más familiares, estableciendo vínculos de aprendizaje y de simultaneidad que nos los muestran bajo una luz nueva, y por lo tanto nos alientan a mirarlos mejor, a mirarlos de nuevo.
No hay lugar para las líneas rectas: Picasso, más que un cometa solitario en una órbita exclusivamente suya, vive y pinta en un diálogo muchas veces receloso con sus contemporáneos y aprende y copia de los que podrían ser sus discípulos: en una de las nuevas salas del Reina Sofía vemos un cuadro suyo de los años treinta rodeado de obras del surrealismo áspero y como autárquico de Benjamín Palencia y del joven Alberto Sánchez y lo que era una singularidad suya se convierte en una resonancia, y lo encuadra en una compañía no menos evidente por ser transitoria. Porque cerca de la sala sobrecogedora del Guernica se proyectan unas películas documentales sobre la Guerra Civil comprendemos que esos grises dramáticos vienen del cine. Y al mirar los dibujos preparatorios con sus mujeres dramáticas y sus caballos y sus toros junto a las láminas de la Suite Vollard comprendemos que entre el Picasso testimonial y político y el de la desvergonzada confesión sexual no hay ninguna distancia. Las dos vidas paralelas de Picasso y Miró confluyen al final en los dos muros de una misma sala, y gracias a esa confrontación descubrimos dos maneras de despedirse de la vida y de la pintura: Picasso con brochazos convulsos, con colores hirientes, reiterando casi con exasperación el tema del pintor y la modelo, que es también el drama de la persistencia del deseo y la imposibilidad de su cumplimiento; Miró, reduciendo la materia y la gesticulación al mínimo, deslizando casi pudorosamente líneas muy delgadas que casi se desvanecen en el fondo, signos aislados, anticipadores de una desaparición sin aspavientos.
Junto al Picasso cubista están Braque y Juan Gris: y en los bodegones de cada uno de los dos, aparte de una originalidad y una maestría que no son inferiores en nada a la del gran minotauro que lo devora todo, hay, cuando los mira uno cerca y despacio, un dominio del oficio antiguo de pintar que es tan austero, tan sólido como el de los artesanos que hicieron las mesas y las guitarras y los que soplaron el vidrio de las botellas que tanto les fascinaban, objetos materiales y puras formas platónicas.
Pero hay otro Juan Gris, ya plena y exclusivamente él mismo, y para que se le preste la atención que merece y que pocas veces ha recibido es necesaria una sala entera: "un espacio de contemplación", dice Borja-Villel, subrayando el hecho físico de cruzar un umbral hacia otra dimensión de asombro: esa ventana abierta a un litoral azul de Juan Gris, esa presencia hospitalaria de lo luminoso y lo femenino.
En cada itinerario los pasos y la mirada trazan una nueva historia que se conecta a las otras y es modificada por ellas. Paul Klee está cerca de Miró; Guerrero y el mejor Esteban Vicente aguantan bravamente el tipo junto a sus colegas de la escuela de Nueva York; un muro plomizo de Tàpies es la superficie torturada de Europa emergiendo en ruinas de la devastación y la vergüenza de la guerra; los mejores dibujos de carnaval de José Gutiérrez Solana vienen de una genealogía cuyo primer padre es Goya, quien a través de Daumier, de Baudelaire y de Manet alimenta la mirada moderna y se vuelve más contemporáneo que nunca cuando en el siglo XX los Desastres de la Guerra son el único modelo posible a partir del cual representar el horror. De Goya viene Grosz; de Grosz los dibujos de guerra y degradación de Luis Quintanilla. Y junto a la guerra, la perenne melancolía de lo que pudo haber sido, el racionalismo luminoso, cordial en su escala humana, del pabellón de la República en la exposición de París de 1937. Una historia tras otra; y muchas más que se entrecruzan con ellas, y que habrá que ir descubriendo en caminatas futuras.
Un cambio en cifras
- 7.500 metros cuadrados de superficie útil.
- 38 salas han sufrido transformaciones.
- Un millar de obras conforman la colección, entre pinturas (265), esculturas (90), obras en papel (230), fotografías (299), instalaciones (12) y audiovisuales (50).
- Entre las nuevas incorporaciones, 137 son adquisiciones recientes.
- En total, se ha invertido 20 millones de euros.
- Se han rescatado 400 obras de los fondos del museo (compuestos por 17.290 piezas).
Babelia
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