Himnos para después del apocalipsis
Arcade Fire ofrece un concierto arrollador en un Palacio de los Deportes de Madrid repleto hasta sus límites
La última entrada en el blog de los canadienses Arcade Fire resulta ser un artículo robado a la revista Wired sobre un extraño e inquietante monumento que se yergue en una colina, árida y aislada, al noroeste de Georgia (Estados Unidos). Se trata de cinco enormes losas de granito pulido que parecen haber surgido de la tierra de forma paranormal y que sujetan una piedra angular de más de 11.300 kilos de peso. El origen de este monumento es un misterio, nadie sabe exactamente quién encargó su construcción ni por qué. Las únicas pistas de su origen están en los textos grabados sobre la roca en ocho idiomas que van desde el inglés al swahili y que son una especie de directivas sobre la sabiduría, el amor, la belleza la diversidad y el infinito.
Este mismo misticismo es el que ha impregnado esta noche el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid durante la casi hora y media que duró el concierto del septeto más arrollador de lo que llaman la música indie en este momento. Tanto que Arcade Fire llegaban a Madrid a revalidar lo que ya hicieron este verano en Santiago de Compostela como cabeza de cartel del MTV Day Galicia, cuando la crítica, tras su actuación, los calificó como "simple y llanamente, uno de los mejores grupos de rock en directo del mundo".
Y si Wired titulaba su artículo instrucciones monumentales para el posapocalipsis, esta noche ha cobrado todo sentido que el grupo hiciera suyas esas páginas. Arcade Fire le enseñan al mundo en sus directos que detrás de la oscuridad siempre hay una luz. Esa orgía de percusiones, tambores, guitarras y líneas de bajo parece en todo momento estar gritando una arenga: "Adelante, adelante, no pares nunca, adelante". Un Palacio de los Deportes abarrotado por más de 15.000 personas entró en comunión con la banda de Montreal y les acompañó en todo momento en esa carrera frenética de himnos, electricidad y hasta ritmos tribales que se retuercen y desarrollan hasta exprimir la última gota.
Con el trecer tema, No cars go la cosa llegó casi al delirio y así continuaría durante toda la velada, repleta de practicamente todos los grandes éxitos de sus tres álbumes. Ningún fan pudo marcharse insatisfecho. Cayeron Haiti, Rococo, Modern man, The suburbs, We used to wait y, por supuesto, Wake up, entre una lista de 21 temas.
Un recital de buenas canciones en el que cuidan hasta el detalle lo que quieren transmitir con xilófonos, acordeones, percusiones, pianos, teclados, guitarras, violines, dos baterías, que estos multiinstrumentistas se intercambián con una facilidad pasmosa. También en las voces colaboran todos y cada uno, inventando coros y armonías vocales que parecían pasadas de moda y permiten al público colaborar hasta dejarse la garganta.
Todo ello en un formato que va más allá de lo que acostumbra el macroconcierto comercial al uso. La pandilla de músicos da una lección de virtuosismo bajo una pantalla de vídeo que se asemeja a un anuncio de carretera en la que se proyectan partes del concierto y vídeos hechos para la ocasión. De fondo una lona con una foto gigante de dos autopistas aéreas que se entrecruzan y nada más. El resto es todo potencia, vigor, entrega y entusiasmo. Es cierto, el de esta noche ha sido uno de los mejores directos que pueden verse en este momento en el mundo. Y da la impresión, además, de que este grupo tiene muy claro lo que hay más allá del apocalípsis que ya ha sufrido la industria musical: aquí lo que importa es la buena música, y eso es exactamente lo que Arcade Fire da.
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