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El Nobel de Literatura se queda en Suecia | Dos visiones íntimas
Columna
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Grandes cosas con palabras pequeñas

Después de pacientes años de espera para todos los que lo rodeamos, Tomas recibe el Nobel. Para mí ha sido una gran alegría, acompañada por un sentimiento de justicia, ya que mi intuición me ha dicho siempre que Tranströmer expresa grandes cosas con palabras pequeñas.

Desde que Tomas sufriese un ataque cerebral, su comunicación con el mundo se realiza gracias a la única persona que lo entiende, su esposa Mónica. Y también ha estado activo en el arte, a través de los conciertos de piano de obras para la mano izquierda que Tomas ha seguido brindando, con su constante buen humor y su tranquilidad asombrosa. Creo que hoy, cuando recibe el Nobel (seguramente con su risa cascada e infantil) hay que hacer justicia también a Mónica, que ha sido su mágica intérprete durante estos años. Sin ella, no hubiésemos sabido casi nada de lo que pasa en la mente misteriosamente "bloqueada" del poeta.

Ejerce la poesía con orgullo pero sin ostentación alguna, sin complejos
Es crítico con la destrucción de la sociedad humanista en la que se formó
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Cuando los conocí, Mónica trabajaba como enfermera en un centro de refugiados de Suecia. Allí, los Tranströmer conocieron a familias uruguayas y chilenas que llegaban en los años setenta para rehabilitarse de las torturas recibidas en sus propios países. Hablábamos a menudo de Uruguay. Ellos siempre se asombraban mucho de que en un país de tradición democrática gobernasen los militares, unidos a los civiles arribistas y despóticos, con crueldad extrema, con las consecuencias físicas y psíquicas que Mónica se ocupaba de mitigar en su trabajo cotidiano. Entendían que los militares se mantuviesen en el poder solamente con la ayuda de ese terror que ejercían, sin el más mínimo apoyo popular.

He sido amigo personal de los Tranströmer durante algunos años. Tomé contacto con Tomas al año de haber llegado a Suecia. Hace más de 30 años lo llamé una noche por teléfono, sin conocerlo, para contarle que había traducido un poema suyo y que deseaba enviarle una copia. Yo era un poeta incipiente y extranjero y no había practicado lo que yo llamo el arte de la traducción. Él no conocía el castellano, ni la poesía hispanoamericana (fuera de las obras de García Lorca, Vallejo, Borges, Neruda y García Márquez), pero su respuesta fue amistosa y natural: me expresó gratitud por el interés. Yo tenía la impresión de que sus poemas se prestaban para versiones que realmente fuesen reescrituras y no simples transcripciones. Esta era para mí una manera fascinante de emprender mi viaje hacia el corazón del idioma sueco. Unos días después de mi llamada llegó Tomas a mi casa, en el barrio obrero-estudiantil de Estocolmo, Södermalm. A pocas cuadras estaba ubicada la Editorial Nordan, creada por uruguayos, que presentó en los años ochenta, entre otras cosas, una novela de Juan Carlos Onetti en sueco; y más allá, el boliche uruguayo Cono Sur, donde cantaron, entre otros, Los Olimareños y Susana Rinaldi. Nosotros, un grupo de refugiados, lanzábamos la revista Saltomortal. Tomas me contó que Söder-malm era su barrio de infancia; de niño, había estado jugando en las calles cercanas a mi departamento de Bondegatan: es decir, en mi barrio de adopción. Me pareció una coincidencia bastante asombrosa; especialmente porque yo ambicionaba transformarme en su álter ego en castellano. Le hizo mucha gracia que yo viviese sin agua caliente ni lavadero en mi anticuado departamento (yo me bañaba en una enorme olla que calentaba en el gas de la cocina) en el país del confort. Lo convidé a comer asado hecho en la estufa a leña de cerámica, que era a la vez mi calefacción: mi kakelugn. Así, Tomas tuvo la oportunidad de presenciar otra vez un modo de vida que en los años cuarenta era seguramente muy extendido y normal, y de esa manera realizó una especie de visita al museo de su propia vida. Nuestra relación siguió con visitas mutuas esporádicas, noches de grillos y vino tinto en los jardines estivales de Suecia, noches en las que no hablábamos de nada especial, pero compartíamos todo. Con el tiempo, me transformé en su amigo y traductor al castellano.

Extremadamente sencillo, de pocas palabras, de risa fácil, conocedor de la vida y de muchas regiones del mundo, respetuoso de todas las culturas y posturas. Ha ejercido la poesía con orgullo pero sin ostentación alguna, sin complejos ni culpas y también sin exigir privilegios por haber sido uno de los poetas más nombrados y traducidos del planeta. Siempre me ha asombrado la serenidad y libertad con que critica a su propio país, siendo a la vez un sueco tan integrado, tan favorecido por su prestigio, tan normal. Sobre todo ha criticado la destrucción de la sociedad sueca humanista en la que él se formó a favor de una vaciedad funcionalista que detesta. Un día, en una zona de depósitos y fábricas, me contó que allí había estado la ciudad vieja de Västerås (en una época capital del reino), que habían demolido siguiendo la planificación correspondiente. Cuando le pregunté el sentido de la tropelía urbanística, me respondió: "Lo hicieron para eliminar todo signo de humanidad". Me llamaron la atención las palabras, pronunciadas con buen humor, pero llenas de una crítica implacable y exentas de odio.

Al mismo tiempo, yo he sentido en él siempre al místico sin dios a la vista y al misionero (aunque jamás me habló de su trabajo en cárceles y en hospicios) que también aparece en sus poemas. Y habló siempre de su poesía sin citar escuelas ni fórmulas (salvo los maestros griegos) con una llaneza digna de artesano fino.

Roberto Mascaró es traductor al español de Tomas Tranströmer y poeta.

Tomas Tranströmer y su esposa, Mónica, ayer en su casa de Estocolmo tras recibir la noticia del galardón.
Tomas Tranströmer y su esposa, Mónica, ayer en su casa de Estocolmo tras recibir la noticia del galardón.MAJA SUSLIN (REUTERS)

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