Todas las mujeres tienen 20 años
Fue Aristófanes el primero en burlarse de las mujeres, feministas o no, sobre todo en dos de sus obras. De la poesía al sarcasmo, este griego fustigador de Eurípides, supo llevarlas a la escena en su teatro dionisíaco, mezcla de desdén aristocrático y singular parodia. Algo de todo esto hay en este filme de Fellini, aparte del tema común actualizado en torno del actual feminismo.Su fábula se inicia con el preámbulo de un viaje que ya encierra en sí una clara alusión erótica. Su primera parte se halla dedicada a las feministas representadas a través de una fauna diversa, de actitudes hostiles al hombre. La historia se trasforma entonces en sueño de Quevedo. En él se reconocen, pintados con mejor o peor fortuna, los viejos agravios, las grandes venganzas, las frustradas soluciones. No se trata, sin embargo, de ningún infierno, sino de un simple hotel en donde se reúne uno de tantos congresos parecidos, entre mítines, exhibiciones, coros y danzas, amén de las consignas consabidas que cubren las paredes.
La ciudad de las mujeres
Dirección: Federico Fellini. Argumento y guión: Federico Fellini y Bernardino Zapponi. Con la colaboración de Brunello Rondi. Música de Luis Bacalov. Intérpretes: Marcelo Mastroianni. Anna Prucnal, Bernice Stegers, Donatella Damiani, Iole Silvani, Ettore Manni. Francia, Italia. Satírico-fantástico. 1979. Local de estreno: Luchana I.
Fellini dedica su segunda parte al hombre. Sus pretensiones de jefe, padre, macho, hijo mimado y casanova universal, aparecen tratadas con igual sarcasmo, toman vida en su divertido personaje y en su museo particular, uno de los más felices hallazgos de toda la película.
Sirve de hilo conductor Marcelo Mastroianni, desde su aventura del tren hasta llegar a convertirse en víctima y, a la vez, memoria del autor, que, inevitablemente, como en obras anteriores, vuelve, al fin la mirada hacia atrás, en busca del mundo perdido de su infancia.
A medida que la historia avanza el filme se desmorona. Fellini se repite por no decir que se copia a sí mismo. El rojo tobogán iluminado en la noche recuerda demasiado otros filmes anteriores; las secuencias se amontonan una tras otra en un masivo barroquismo que parece buscar a toda costa un final que no llega sino tras de dos largas horas.
Y el final decepciona. Come, en los cuentos malos, todo ha sido un sueño. La propia mujer le sonríe y comprende. Sus ángeles verdugos le sonríen también. El tren entra en otro túnel. Atrás quedan las ironías sobre actitudes o instituciones, su burla del matrimonio, de las mujeres que pretenden dominar al hombre, que aseguran tener todas veinte años, de hombres que perpetúan actitudes viriles a través de algo que llaman amor, entre ritos, ausencias y monumentos a la madre.
Exceso de hallazgos
A lo largo de dos horas, pesa un exceso de acumulación. Hallazgos felices se malogran a fuerza de insistir en ellos. Hay demasiado esquematismo deshumanizado; sólo cuando la fábula pone los pies en la tierra llega viva hasta el. público, como en la escena del invernadero. Es éste un filme ambiguo porque así lo ha querido su autor, un discurso demasiado cargado de alusiones, signos, símbolos. Cuenta poco que no se haya explicado antes en multitud de ensayoso relatos. Divulga más que enseña. Lo que aporta de nuevo llega con esa habitual aureola brillante de Fellini, que, acierte o no, ha sido y sigue siendo maestro de dos o tres generaciones.
Babelia
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