Espléndido fracaso
Mientras permite que un editor amigo tache, corte y pegue el manuscrito de lo que era Banderas en el polvo (1973), para hacerlo más "legible" y convertirlo en lo que será Sartoris (1929), William Faulkner (1897-1962) se sumerge en la composición de El ruido y la furia, su primera obra maestra y una de las cumbres de la literatura modernista. La termina pocos meses más tarde, después de rehacerla cinco veces y de intentar en vano que algún editor acepte introducir tipografía en colores para distinguir sus distintos niveles temporales ("La metafísica de Faulkner es una metafísica del tiempo", escribió Sartre refiriéndose a este libro). Una feliz conjunción de circunstancias propicia que el texto más "ilegible" del autor pueda ver la luz en Nueva York, en el nuevo sello de Jonathan Cape y Harrison Smith, el 7 de octubre de 1929, tres semanas antes del crash de Wall Street. Hoy conmemoramos, por tanto, su 80º aniversario.
Faulkner oculta y desvela, exigiendo del lector un esfuerzo constante que finalmente será recompensado
Faulkner se refirió en diversas ocasiones a El ruido y la furia, su cuarta novela, como su más espléndido fracaso (finest failure). Y no es para menos. En sus poco más de 300 páginas no sólo se concentran magistralmente el universo, los temas y motivos de una obra narrativa de enorme complejidad y ambición -y cuya influencia sigue manifestándose en la de autores de ámbitos culturales muy lejanos-, sino toda una concepción de la literatura que su joven autor ha ido asimilando a partir de la lectura de sus maestros modernistas: Conrad y Eliot, desde luego, pero también Joyce y Woolf y Sherwood Anderson.
Para contarnos la fase final de la historia de una familia decadente (los Compsons) en un país derrotado y roto (el Sur), Faulkner escoge tres narradores poco fiables (Benjy, Quentin, Jason) y otro objetivo, pero limitado (cercano al punto de vista de Dilsey, la sirvienta negra). En cada uno de los discursos -diferentes en lenguaje y sintaxis, pero también en sustrato cultural y signi-ficado-, marcados por la presencia fantasmal de Caddy, la hermana huida y perdida, Faulkner oculta y desvela, exigiendo del lector un esfuerzo constante (e insólito en la narrativa estadounidense, que apostaba todavía por el lector pasivo del siglo XIX) que finalmente será recompensado. Pero sólo a medias. La historia se va revelando a partir de tonos, obsesiones y subjetividades en conflicto, por lo que nunca acaba de desplegarse del todo: el juego narrativo de opacidad y transparencia no se muestra como el tour de force arbitrario de un virtuoso, sino como demanda interna del propio relato. El ruido y la furia es un puzzle de mil piezas que el lector debe montar, y en el que hasta el prólogo (la sección del "idiota" Benjy) cobra su pleno sentido si se vuelve a leer como epílogo. Es sin duda ese esfuerzo (incluyendo la relectura) que la novela exige del lector -al que Faulkner intentó en vano facilitar la tarea restituyendo el orden temporal de la historia en el célebre Apéndice Compson de 1945- lo que el autor tenía en mente cuando hablaba de "espléndido fracaso".
Conozco media docena de traducciones al castellano de El ruido y la furia (la primera edición española no se publicó hasta 1972). Las dos mejores (Mariano Antolín Rato y Ana Antón-Pacheco) datan respectivamente de 1981 y 1987 (de la primera existe edición corregida en 2004). En ninguna de ellas se tienen en cuenta todas aportaciones de las ediciones críticas de Polk y Minter. Y tampoco la exhaustiva (y a menudo irritante en su prolijidad técnica) edición hipertextual (y a libre disposición online de quien quiera consultarla) de la Saskatchewan University. Quizás ha llegado el momento -ahora que la obra de Faulkner es de derecho público- de emprender una nueva traducción de esta singular obra maestra. Sólo falta quien se atreva.
Babelia
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