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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Escrito al margen

Manuel Rodríguez Rivero

La sabiduría también reside en los márgenes. Los coleccionistas lo saben, aunque los marginalia -esos comentarios que desde tiempo inmemorial se han escrito en los libros de otros autores- sigan siendo la bestia negra de los bibliotecarios. No todas las anotaciones marginales cuentan por igual. En mi colegio, por ejemplo, los libros de los alumnos eran sometidos a periódicas revisiones para evitar que los emborronáramos con apostillas impertinentes; pero los profesores que los inspeccionaban apuntaban en los suyos aclaraciones y llamadas a las que más tarde recurrían para explicarnos la lección.

Los dos baremos han existido siempre: no es lo mismo el garabateo de quien nada tiene que decir que el de quien puede discutir la idea de otro. No valen igual las chafarrinadas de un estudiante ocioso que los comentarios de Darwin, por citar a alguien que solía escribir notas en los libros que leía. Como tampoco es lo mismo hacerlo en los libros propios que en los de las bibliotecas públicas, que pertenecen a todos. Otra cosa muy diferente -y, sin duda, paradójica- es que hoy día esas instituciones cultísimas pujen en las subastas para conseguir esos ejemplares únicos en los que apuntaron sus reacciones las celebridades que los leyeron.

Todo comentario marginal responde a una reacción, a menudo, emocional. Marx y Lenin anotaban los libros que leían

Los marginalia revisten muchas formas. Las glosas y los escolios, frecuentes en rollos, papiros y códices, proporcionan valiosas informaciones sobre el mundo antiguo. A veces su valor trasciende su contenido para convertirse en algo más importante. En los orígenes de nuestra cultura escrita encontramos uno de esos comentarios casuales y no previstos por el autor del original: las anónimas glosas que alguien inscribió en romance navarro-aragonés a principios del siglo XI en el Codex Emilianensis se consideran el primer documento de la lengua castellana. O, por citar otro ejemplo: Pierre de Fermat formuló su célebre teorema (1637) en los márgenes de su ejemplar de la Arithmetica, de Diofanto de Alejandría. Los marginalia añaden valor a lo escrito, y convierten en piezas únicas a los ejemplares que los soportan.

Todo comentario marginal responde a una reacción, a menudo, emocional. Marx y Lenin, por ejemplo, anotaban los libros que leían, consignando sus comentarios despectivos hacia autores a cuyas tesis se oponían. Y es que hay lectores a los que agrada conservar los libros impolutos y otros que establecen con ellos una relación intensa que exige expresarse sobre el terreno. Los marginalia demuestran cabalmente que leer nunca ha sido una actividad pasiva: mis propios comentarios al libro que leí cuando tenía 20 o 30 años me informan de alguien que aún soy y ya no soy, de mis opiniones y entusiasmos pasados, de mis derrotas ulteriores.

Entre los marginalia que conservo destacan dos pequeñas joyas que, sin embargo, no tienen demasiado valor "objetivo". La primera, heredada, es un ejemplar de los Pensées de Pascal anotado por mi padre hace 80 años, que me restituye desde el otro lado a alguien a quien no llegué a conocer del todo. La segunda, que adquirí en un baratillo, es un ejemplar de la primera edición (Valladolid, 1938) de Comunistas, judíos y demás ralea, una recopilación de Pío Baroja prologada por el fascista Giménez Caballero. En algunas de sus páginas un escoliasta anónimo (y, sin duda, temerario) dio rienda suelta a su indignación: el exabrupto "¡¡¡jodido cabrón!!!" se repite un par de veces al margen de intolerables opiniones, aunque la anotación que más me gusta es la que reza "quien te ha visto y quien", así: sin terminar y sin tildes. En una de las páginas de cortesía del volumen figuran, escritas con el mismo lápiz, unas iniciales (MG), una ciudad (Palencia), y una fecha (XII-1949). A veces trato de imaginarme en su invierno a ese misterioso coautor con el que no contó Baroja y a cuyos comentarios me gustaría añadir los míos. No sé, le he cogido afecto.

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