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Crítica:CINE
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Duelo de rostros (y 3)

Con El fugitivo y En la línea de fuego redescubrimos por enésima vez -pues ambas películas son deudoras de esa tradición- una de las argucias de estilo que más solidez y audiencia dieron a la obra del Hollywood clásico, que hoy es una cantera inagotable de materia noble para deducir filmes convincentes y que, aunque parezcan -y a veces estén- ya vistos, obtienen de sus intérpretes, si éstos dan la talla, la huella de lo inédito, de lo que vemos por primera vez, aunque provenga de una reiteración.Esa argucia es la vertebración de una película sobre el juego de un duelo de rostros. En las dos citadas, la condición artes anal de sus directores facilita que los dúos entre Harrison Ford, y Tommy Lee Jones en la primera y de Clint Eastwood y John Malkovich en la segunda se conviertan no sólo en fuentes de su fascinación, sino más que eso: en vértebra donde reposa su armazón. Pero la cosa se complica cuando el filme, ahora La edad de la inocencia, está orquestado por un director de estilo tan exquisto, personal y pronunciado como el de Martin Scorsese.

La edad de la inocencia

Dirección: Martin Scorsese. Guión: Jay Cocks y Martin Scorsese, basado en la novela de Edith Wharton. Fotografía: Michael Ballhaus. Música Elmer Bernstein. Escenografía: Dante Ferretti. Estados Unidos, 1993 Intérpretes: Michelle Pfeiffer, Daniel Day-Lewis, Winona Ryder.Estreno en Madrid: cines Gran Vía, Palacio de la Prensa, Carlos III, La Vaguada y Minicines Ideal (V. O.).

Encuentros

No obstante, y pese a que el sello Scorsese está allí, lo que sostiene este notabilísimo filme es otro duelo de rostros, esta vez entre mujer y hombre, pues la explosiva -y sin embargo hecha casi exclusivamente con miradas, dilaciones y roces- combinación de las presencias de Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis es dueña de la fluencia del filme, y Scorsese ha de plegar su voluntad de estilo al rango superior de la ley que impone en la pantalla el precipitado de esos dos rostros oficiantes y segregadores de la médula del filme, pues todo cuanto toca la electricidad recíproca que brota de su encuentro es nada más que complemento suyo: una rica e inteligente zona de relleno de la concavidad creada por los intérpretes en su pugna y su idilio.Aunque esté dominado por este único rasgo genial, todo en La edad de la inocencia es cine adulto y de refinada elocuencia. Es cine de hoy, porque bebe de fuentes clásicas y sabe hacerlo a la altura de este tiempo.

En el ornamento que recubre el esqueleto de este melodrama se percibe la asimilación por Scorsese de la elegancia que Luchino Visconti otorgó a algunos de sus melos de gran orquesta -como Senzo y, sobre todo, El Gatopardo- pero puede ser ésta una afinidad más epidérmica de lo que parece. Hay, a nuestro jucio, en las apretadas trastiendas de La edad de la inocencia, otras fuentes clásicas con más raíz. Por ejemplo, las de William Wyler y La heredera, probablemente el más amargo y duro melodrama de este maestro del género.

Pero una y otra fuente son absorbidas por Scorsese desde una posición de distancia premeditada, que hay quien considera acertada y quien, por el contrario, piensa -este comentarista es uno de ellos- que dañan la película, porque le restan capacidad de contagio y conmoción. Para entendemos, Wyler hubiera extraído lágrimas reconfortantes, por identificadoras, en algunas escenas con gran potencial sentimental de La edad de la inocencia.

Pero Scorsese frena esa sentimentalidad, y sólo al final, en el último -una ráfaga emocional tan leve que casi parece soñada- round del duelo entre Pfeiffer y Day-Lewis, se escora -y lo hace con pudor, casi pidiendo disculpas- hacia una resolución húmeda del novelón de Edith Warthon.

Con anterioridad, el cineasta dispuso los tentáculos de su estilo en forma de jaula para encerrar y domesticar el fantasma de lo conmovedor, el peligro del desbordamiento emocional. Es ése el tributo que la fría visión de Scorsese del melodrama ha de pagar: el precio impagable de una renuncia. Pero no obstante -y pese a esta mutilación-,. ahí queda, brotando de la pantalla, el dilema, y por lo tanto el debate potencial que hay bajo él.

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