Desbocada Madonna
La artista domina y apabulla en Barcelona a 45.000 espectadores rendidos
Imposible respirar, ni un segundo para comprobar si quien está al lado sigue ahí o ha marchado más cerca del escenario. Sin descanso. Esa parece la máxima de Madonna en su espectáculo Sticky & Sweet, que ayer atrajo a unas 45.000 personas a un Estadio Olímpico de Barcelona que no se llenó. Resultó indiferente: la adhesión del público, especialmente el femenino, a esta mujer que se muestra dominadora, sexy y retadora marcó una noche presidida por un apabullante despliegue de medios que tenía un guión y un propósito. Nada de lo utilizado sobró, todo alcanzó su sentido y todo mostró que Madonna piensa y quiere llenar de contenido aquello que utiliza.
El concierto comenzó con media hora de retraso pero en apenas quince segundos el cansancio asociado a la espera se disipó. Una introducción musical con una proyección protagonizada por bolas desplazándose por desniveles anunció que la reina estaba a punto de aparecer. Lo hizo, por supuesto que sí, sentada en un trono, tocada con sombrero de copa, corpiño, levita, piernas cubiertas con malla y botas de matar. Sonaba Candy shop y Madonna, dominadora, sometiendo al cuerpo de bailarines como un sultán a sus eunucos, bailaba una coreografía que la mantenía en todo momento como epicentro.
Las pantallas, realizadas con milimétrica precisión y gran variedad de planos, mostraban tomas cercanas de la diva, que desembocaron en un barrido a la primera fila de espectadores cuando ésta saludó al público con un "¡Hola Barcelona!". Todo estaba previsto, pues el público, tomado por la cámara en su momento de máxima exaltación, animó al resto del estadio. Tocaron a rebato y el baile se descorchó con Beat goes on, pieza en la que las pantallas mostraron la aportación vocal de Kanye West mientras un coche de época impolutamente blanco servía de plataforma para la coreografía. Una pantalla circular sobre el provocador que acogía el descapotable girando enardecía acercando la imagen a los seguidores, ya casi aturdidos. Una locura.
Y es que sólo habían sonado dos canciones. Tras el final de la primera parte, rematada con Human nature y Vogue, una larga versión de Into the groove abrió la segunda. Madonna iba más pícara, con una falda roja de colegiala picante. Proyecciones de graffitis de Keith Haring salpicaron las pantallas de colorido mientras el ritmo mantenía el pulso de una coreografía alocada y elástica. Tras unos espasmódicos acordes de Holiday con el estadio a punto de levitar, llegó el homenaje a Michael Jackson con una breve meddley (Billie Jean, Wanna be startin' something) que sirvió para que un bailarín ejecutase el celebérrimo paso del moonwalk que permitió reenganchar el ritmo y la melodía de Holiday. Un no parar apabullante centrado en la persona de Madonna, incansable e inagotable en sus constantes evoluciones por el amplísimo escenario, asumiendo toda la responsabilidad en un espectáculo que apenas deja margen para el error.
Unos acordes de God save the queen dieron paso a Dress you up con Madonna ejerciendo de guitar hero mientras caía de rodillas con las piernas bien abiertas, como hacen los chicos malotes. La verdad es que sólo verla ya agotaba.
Pero ella, el mejor anuncio de gimnasia que puede verse en el mundo, un canto desmedido a la forma física, apenas mostró signos de cansancio. Y cuando tenía que respirar aplicaba un buen beso de tornillo a una bailarina ataviada como ella en sus primeros discos, con gasas y tules, cosa que hizo en She's not me. Luego, ya con pantaloncillo de deporte corto y lila, llegó Music y el interludio que cerraba la segunda parte del espectáculo.
La velocidad era tal, los acontecimientos se desarrollaban con tal celeridad, los efectos se solapaban de tal manera que incluso parecía un espectáculo compulsivo, casi atropellado, una subida que jamás se nivelaba quizás pensada para correr un velo sobre las propias canciones, buena parte de las cuales tuvieron escaso peso artístico.
Fue el caso de las que ofreció de su último disco, ampliamente representado más que por canciones en sí mismas, por un estilo y un sonido que denota en exceso que Madonna sólo vive preocupada por no quedarse atrás. Incluso la elegancia, finura y delicadeza mostrada en giras tan superlativas como Drowned tour, la última que pasó por Barcelona, allá por 2001, brillaron por su ausencia dejando paso y cediendo protagonismo a una casi enfermiza demostración de facultades físicas.
La tercera parte comenzó con algo menos de gas y una balada de corte insustancial, Devil wouldn't recognize you, que Madonna cantó sobre un piano dentro de una jaula que situada en el provocador descendía de la pantalla circular situada sobre el mismo.
Sin mostrar un centímetro de piel por vez primera en el concierto, que ya llevaba una hora de trayecto, Madonna abordó Spanish lesson, para luego seguir con Miles away y La isla bonita, pieza que de nuevo subió la temperatura de la noche con un arreglo de corte zíngaro.
A todo esto, tanto las mismas canciones interpretadas por la diva, como en los interludios ilustrados con proyecciones, se dispararon multitud de fragmentos de múltiples canciones de muchos otros artistas, una forma de construir una especie de espectáculo global en el que no falta el tributo/apropiación del legado ajeno de la música pop. Un gesto muy inteligente propio de una artista que suma a su talento determinación, visión y ambición, una ambición estratosférica.
La cuarta y última parte del show se abrió con Madonna cantando desde las pantallas, quizá una forma de decir que en un espectáculo tan atlético, coreógrafico y tecnológico el cantar de verdad o no resulta un detalle sin capital importancia.
El alimento para los ojos y la celebración de las canciones más populares resultó suficiente argumento para conseguir la complacencia, sorpresa y rendición del público, que a esas alturas del show ya había capitulado.
El ritmo hiphopero de 4 minutes marcó la pauta de lo poco que quedaba por ver, una exaltación del baile y de la alegría servida por temas como Like a prayer o Give it 2 me. Fue el remate a un espectáculo orgulloso, la autoafirmación de una mujer que lleva toda una vida deteniendo el tiempo, quizá cabalgando sobre él.
Babelia
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