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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Canción de antorcha para Hammet

Diego A. Manrique

Cualquier fin de semana es bueno para repasar los clásicos. Me hallo inmerso en un tomo que junta las cinco novelas de Dashiell Hammett, de Cosecha roja a El halcón maltés; 730 páginas y, ay, una tramposa presentación de Lillian Hellman, a la que supongo debemos sufrir igual que a Yoko Ono en las reediciones de Lennon.

Nuevamente, la sorpresa de comprobar que los textos fundamentales de la novela negra apenas contienen referencias musicales. En realidad, esos autores de los años treinta y cuarenta prescindían de la ambientación a la que nos tienen acostumbrados los practicantes actuales del género, que acumulan canciones, marcas, titulares. En el caso de la música, su ausencia se hace más acusada ya que el cine negro nos suele llegar adobado con jazz, hasta tal punto que ya parecen elementos indisolubles.

No hay jazz en la novela negra clásica, pero sí hay alcohol

Sin embargo, los libros originales son silenciosos. Puede que sus creadores no tuvieran pasiones musicales o, más probable, que no cayeran en la tentación de confundir realismo con actualidad. Las obras tendían a lo esencial: diálogos chasqueantes, acción constante, argumentos barrocos.

Esa carencia de pistas sonoras tiene sus ventajas. Si, como es el caso, uno está habituado a leer con música de fondo, es posible experimentar. Estos días he comprobado que Dashiell Hammett encaja bien con las torch songs. Las "canciones de antorcha" son lamentos por amores torcidos. Sus intérpretes (mujeres generalmente) evocan una relación pretérita, un affaire extinguido o no correspondido, del que todavía quedan rescoldos.

"Llevar una antorcha por alguien" significa mantener el anhelo, esperar sin esperanza. Evidentemente, se trataba de una ficción muy atractiva para los compositores profesionales, al servicio de alondras de club nocturno que necesitaban emocionar al público; de fondo, las cortapisas sociales, el papel pasivo reservado para ellas en el ritual del cortejo.

Ofrecían el contrapunto al frenesí de la "era del jazz": el intervalo para la confesión sentimental. Heredaban su armazón estructural del blues, aunque depurado de la crudeza de Harlem. Como el bolero, traficaban en mentiras hermosas: Billie Holiday esculpía escalofriantes torch songs, pero sospechamos que tan masoquista repertorio de ninguna manera reflejaba su avidez de placeres. Igual que su admirador Frank Sinatra, cantor de la fragilidad masculina, una faceta que relativizaba con sus groserías dentro o fuera del escenario.

No cuesta mucho encontrar antologías de torch songs. Algunas incluyen a figuras actuales -Norah Jones, Diana Krall- pero mejor no, mejor busquen las grabaciones de la época de las grandes orquestas. Los vocalistas compartían con esas big bands los tres minutos y pico de las placas de 78 r. p. m. Como las páginas de una añeja novela negra, hoy rompen nuestras expectativas estéticas: pueden tener largas introducciones instrumentales, solos puntuales, melosos coros. La desolación usa guantes de seda y está escoltada por caballeros con pajarita.

Otras damas fiables son June Christy, Pearl Bailey, Jo Stafford, Ivie Anderson, Lena Horne, Dakota Staton, Ethel Waters, Peggy Lee y -aquí ya entramos en los años cincuenta- Julie London o Dinah Washington. En voces masculinas, almas doloridas tipo Billy Eckstine o Al Hibbler. Una especie ya desaparecida son los atildados grupos negros como los Mills Brothers o los Ink Spots, que compensaban su instrumentación mínima con fantasías vocales.

Todos ellos ahora suenan exóticos, incluso cursis. Pero su aterciopelada extrañeza consigue crear la atmósfera perfecta para que revivan Sam Spade, el anónimo "operador" de la Continental Detective Agency o la pareja Nick y Nora Charles. Especialmente necesitan música los dos últimos, una millonaria y su marido, empeñados en romper las leyes de la prohibición desde primera hora de la mañana. La fiesta perpetua.

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