Calle de Ulan Bator
Rotos los nervios, voy calle abajo, busco silencio. Marcho bajo los efectos todavía del parloteo incesante de los atrapados por la huelga de los controladores, trastornado por la banda sonora televisiva que escupe a todas horas el anecdotario de los viajeros en tierra: inagotable cháchara que repite un lamento monocorde de palabras idénticas unas a las otras, todo el mundo masticándolas, y eructando luego su sonido. Busco silencio en medio de un país en plenas fiestas o puente mongol, perturbador puente de locos. Voy calle abajo, con el infernal parloteo taladrando todavía mi cabeza y mezclándose sin piedad con Wikileaks y su "máquina textual", con esa máquina que produce miles de documentos ininterrumpidamente, como si quisiera confirmarnos que el infinito es bien poca cosa, tan solo una cuestión de escritura.
Me gustaría tropezarme con esa "tertulia de los Parcos" de la que nos habló Walter Benjamin
¿No resulta asombroso ver que el sistema de espionaje americano es idéntico a la "máquina soltera" que utilizara Raymond Roussel para escribir su obra? Aquel invento del autor de Locus Solus escupía lenguaje de un modo inagotable: una aterradora creación de escritura interminablemente expulsada, provista de un sinfín de ecos internos que cuidaban de que la "máquina textual" no se encallara nunca.
Lo que daría por unos minutos de silencio. Añoro escenas antiguas y me gustaría tropezarme con esa "tertulia de los Parcos" que se reunía en Zúrich y de la que nos habló Walter Benjamin. Les llamaban parcos porque adoraban literalmente el silencio. Eran Arnold Böcklin, su hijo Carlo, y Gottfried Keller. Un día estaban sentados en la terraza de su café preferido, en silencio, como de costumbre. Transcurrido un largo tiempo sin que se oyera palabra alguna, dijo el joven Carlo: "¡Vaya calor!". Siguieron 15 minutos de silencio, hasta que intervino Böcklin padre: "No circula nada de aire". Keller esperó que pasaran unos minutos para ponerse en pie, indignado: "Me voy, no me siento bien entre charlatanes".
Sigo calle abajo, huyendo de la temible y neurotizante cháchara inagotable. Ayer leí un libro literalmente genial, Guía de Mongolia, del serbio Svetislav Basara (Minúscula), un autor que se muestra capaz de burlarlo todo, pongamos que hasta a la más feroz huelga de controladores, con tal de presentarse en Ulan Bator, capital de Mongolia, el día en que han fusilado al meteorólogo de guardia y a los visitantes les obligan (puesto que han volado a tanta velocidad) a caminar 15 kilómetros por el barro mongol. Pronto observa que el camino por el barro dibuja un trayecto perfecto hacia el silencio. Qué descanso mental ir también yo por aquí, aunque ahora lo haga fango abajo, qué descanso marchar por un camino de un país más sensato que el mío. En Mongolia, al menos, no se escucha toda esa destrabada facundia que no cesa. Ahora solo veo personas conscientes de que las palabras no dicen mucho, tal como lo ha probado siempre el hecho irrefutable de que no hay palabras para las experiencias profundas. Quizás por eso, me dicen que hay noches aquí en Ulan Bator en las que las palabras no son bien recibidas, sobre todo si crean confusión, barullos parecidos a aeropuertos.
No me sorprende ni la velocidad del viaje hasta aquí en pleno puente de los controladores. En Ulan Bator hay personas que simulan seguir las conversaciones de los demás y sonríen todo el rato. Un mundo mudo, exquisito. Un lugar aún más atractivo si uno sospecha que ahí afuera permanece, incesante y atroz, la desatada charlatanería global. Por el camino de barro no circula demasiado aire, pero voy riendo. Y me acuerdo de una entrevista a John Dos Passos en la que el periodista le preguntaba cómo había conseguido para su novela una técnica tan perfeccionada y se pasaba divagando cinco minutos, pura verborrea, banal parloteo, hasta que por fin le cedía la palabra a Dos Passos y este, por toda respuesta: "Bueno, uno va por la calle".
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