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Columna
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Buenas prácticas y malas artes

A pesar de haber sido la primera directora del MNCARS (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía) con una licenciatura en Historia del Arte y, asimismo, la primera en cubrir tan alto puesto tras una contrastada experiencia museística -creó y dirigió el Museo de Arte Contemporáneo Esteban Vicente de Segovia, tras haber sido secretaria general de la Fundación de Amigos del Museo del Prado y adjunta a la dirección de dicho museo, entre otras actividades-, a Ana Martínez de Aguilar le acompañó la polémica desde su nombramiento. Si, en términos comparativos, no parecía justificado discutir la pertinencia de su elección para el puesto, el proceloso mundo del arte actual, pleno de ansiedades e intereses, dispara hoy contra quien sea, incluso antes de ponderar su trayectoria y de esperar a analizar su actuación durante un tiempo razonable. En este sentido, la dirección de Ana Martínez de Aguilar ha sido un calvario atizado por ciertos sectores y medios que le imputaban responsabilidades que no le correspondían y hasta la acusaban para lo que paradójicamente había contribuido a solucionar. El ejemplo más flagrante fue la rocambolesca historia de la pérdida de la monumental escultura de Richard Serra, desaparecida durante periodos anteriores al de su dirección, y que ella no sólo denunció, sino que logró que fuera rehecha desinteresadamente por su autor. Tuvo que, además, inaugurar la ampliación del MNCARS, proyectada en época del Gobierno del PP y bajo la dirección de José Guirao, debiendo sin embargo padecer ella como propios los supuestos defectos del nuevo edificio y las deficiencias funcionales de su quizás precipitada puesta en marcha. A pesar de este asedio, Ana Martínez de Aguilar sacó adelante un proyecto museográfico, refrendado por su Real Patronato, y desarrolló una política de exposiciones temporales, que, el año pasado, fue considerada por un conjunto de críticos como la mejor de nuestro país. Pero ni este reconocimiento, ni el haber logrado aumentar de manera sustancial el número de visitantes del museo, encarriló la situación, impidiéndole ahora rematar su labor con sus dos últimas actuaciones más brillantes: la inauguración de la instalación de la recuperada escultura de Serra y la exposición sobre Picasso con los fondos del Museo Picasso de París, que, sin duda, será la iniciativa más importante jamás realizada por nuestro país en honor del genio malagueño.

La razón de su dimisión debe ser hecha pública y razonada por las partes implicadas
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Apenas estaban las aguas encalmadas, comenzó a airearse hace unos meses, desde el propio Ministerio de Cultura, la necesidad de un nuevo modelo exclusivo para el MNCARS, inspirado en el ambiguo título de Código de buenas prácticas, auspiciado al parecer por unos determinados grupos del sector artístico español de representatividad limitada, cuando no dudosa. A pesar de que la finalidad de este proyecto conllevaba, tras su ahora acelerada promoción, el cambio de dirección, parecía que Ana Martínez de Aguilar asumía de buena gana el reto y se disponía a darle cauce, por lo que su dimisión ha resultado una verdadera sorpresa, cuya razón de ser debe ser hecha pública y razonada por las partes implicadas.

De todas formas, sean cuales sean las razones de esta inesperada dimisión, lo que está claro es que la presión política sobre los museos públicos de nuestro país está alcanzando unos niveles dañinos insoportables. Téngase en cuenta que ya van cinco directores del MNCARS desde que se fundó la institución hace tan sólo tres lustros, lo que da el inquietante resultado de un director por cada tres años. No sé lo que dará de sí el famoso Código de buenas prácticas, pero lo que ya sabemos es casi todo de las malas artes que hoy dominan nuestro panorama.

En cualquier caso, al margen de lo penoso de la situación a la que se ha llegado, resulta imprescindible una reflexión profunda sobre la situación de nuestros museos, que esté basada en el conocimiento real y profundo de los hechos que condicionan su existencia y, sobre todo, de sus casi siempre desatendidas necesidades. Hemos comprobado, por lo menos, en un caso, la excepción que confirma la regla, el del Museo del Prado, que ha logrado salir a flote y alcanzar un envidiable prestigio internacional, después de décadas oscuras, cuando se ha dejado a los órganos representativos del museo actuar de manera serena e independiente. Independientemente del mérito que corresponde a los órganos directivos de tan prestigiosa institución española, parece evidente que nada de lo mucho que han hecho podrían haberlo realizado sin ese mínimo de confianza y respaldo que exigen estas importantes, pero muy frágiles, instituciones.

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