Belmonte, lector de D'Annunzio
Sostiene Manuel Chaves Nogales en su extraordinaria autobiografía de Juan Belmonte que el primer contacto que tuvo el diestro sevillano con la muerte fue la noticia de la muerte de Espartero. No tendría más de dos años, pero quedó adherida a su cerebro aún sin saber, a esa temprana edad, el significado de las palabras muerte, toros y Espartero.
Vio y sintió, sentado en el pescante, junto al conductor, del coche de caballos alquilado aquel día para el paseo familiar por las ventas, la excitación y los lamentos del gentío en las calles sevillanas al circular tan tremenda noticia.
La segunda cita para acceder a la belleza fue una cita con la transgresión, en Tablada y desafiando la temible autoridad del Niño Vega, el guardián de los cabestros. Era en la dehesa, de madrugada, desnudo, muleta en mano y oponiendo su piel dorada a la de la fiera peluda; situación mucho más sublime que la lidia sobre el albero de la plaza con su público de domingo. No tendría más de 12 años.
Belmonte leía a D'Annunzio, una frase le corneó el cerebro y ya no se pudo separar de ella: "El peligro es el eje de mi vida sublime". La tragedia que habla a la cara de la muerte y su alianza con lo prohibido desencadena toda una erótica del peligro. En esa tragedia todo reposa en el instante, un instante que contiene el aliento de la herida que no es más que un almacén de muerte. Es el instante, siempre muy cerca del estremecimiento, en el que el sonido se atasca, o si acaso, después, se libera por el hocico del animal con una frase intraducible, como los aullidos de las figuras copulando en los cuadros de Francis Bacon. El resto es estampa.
Pero tanto Bacon como Belmonte fueron dueños de su destino y consiguieron escapar de la muerte trágica; uno en los ruedos, el otro en la rueda de los excesos de la vida y su pulsión autodestructiva.
Bernardí Roig es artista.
Babelia
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