Bailando en la oscuridad
A la pregunta que se formuló él mismo, Brecht respondió: "también se cantará sobre los tiempos sombríos". Pero, desde luego, también en ellos. Y ese es quizás el más importante mensaje que proporciona la lectura de Dancing in the dark, a cultural history of the Great Depression (Norton, 2009), el interesante ensayo de Morris Dickstein en torno al extraordinario papel que la cultura jugó durante uno de los periodos más duros de la democracia estadounidense, cuando, tras el crack de 1929, el futuro pareció esfumarse del horizonte de millones de ciudadanos.
En 1933, cuando Roosevelt llegó al poder, las estadísticas registraban un desempleo del 25%. De repente, en el país de la igualdad de oportunidades las ciudades se llenaban de colas de parados en busca de trabajo y de hambrientos solicitantes de la sopa de caridad, y en sus márgenes crecían los poblados de viviendas precarias -los célebres hoovervilles- en los que se hacinaban los que habían perdido su vivienda o los campesinos arruinados que habían escapado de granjas miserables que ya no daban para la subsistencia de la familia.
Dickstein analiza los relatos que la cultura suministró a los ciudadanos de EE UU para explicar el desastre colectivo que fue el 'crack'
Y fue precisamente en esa época de ansiedad y zozobra sin precedentes cuando se produjo en Estados Unidos la eclosión de una vibrante cultura cuyo legado -en literatura, cine, teatro, música, pintura, arquitectura, diseño, arte popular- sigue fascinando por su riqueza y variedad. Desde luego a esa edad de plata no fue ajeno el ambicioso paquete de programas de dinamización cultural que la Administración de Roosevelt puso en marcha desde sus inicios (y continuó a lo largo del New Deal) y que proporcionó empleo a intelectuales, escritores y artistas que lo habían perdido o cuyos servicios ya no podían contratar las empresas privadas.
En su libro, Dickstein analiza, a partir de ejemplos concretos, los relatos que la cultura de la época suministró a los ciudadanos norteamericanos para explicar aquel desastre colectivo y para ofrecer consuelo, esperanza y, por qué no, momentánea evasión. Porque aquel no fue solo el momento de la crítica social de novelas como Llámalo sueño (Henry Roth, 1934) o del teatro proletario de Clifford Odets, el de las pinturas de Ben Shahn o el de las canciones de Woody Guthrie, sino también el de obras maestras de la cultura del entretenimiento como las comedias enloquecidas (las screwball comedies) de Hepburn y Grant, las películas construidas en torno a los elegantes y energéticos bailes de Astaire y Rogers o a las mesmerizantes coreografías de Busby Berkeley (que el autor compara con las de Leni Riefensthal) y el de la música de George Gershwin. Dickstein arroja nueva luz sobre la cultura de aquella época terrible, poniendo en relación su enorme variedad de discursos y mensajes. Así, por ejemplo, Lo que el viento se llevó (1936) y Las uvas de la ira (1939) no estarían tan lejos: en ambas se cuenta la historia de una catástrofe social y familiar en un mundo desintegrado. Y en las dos está presente una mujer determinada a encontrar una salida para ella y para los suyos.
Entre nosotros, la cultura suele ser la penúltima preocupación de los Gobiernos (también de los socialdemócratas) en épocas de bonanza, y la última en épocas de contracción económica. De los trabajadores de la cultura, que también sufren la crisis, los políticos solo se acuerdan en periodo electoral, cuando su voto resulta necesario o el respaldo de sus más mediáticos representantes puede proporcionar rentabilidades políticas. En un país con el 20% de desempleados y en el que la ansiedad y el pesimismo ante el futuro no dejan de crecer, su trabajo, que debe ser ejercido con libertad y sin hipotecas, es, sin embargo, más necesario que nunca. Para contar, para explicar, para denunciar, pero también para entretener, para proporcionar confianza. Una política social verdaderamente progresista debería tenerlos en cuenta. Como ya se hizo en el pasado.
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