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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Bacanales babilónicas

El artista cambió de pandilla: sus anteriores colegas le parecían aburridos y conservadores. Desarrolló una fascinación por las estrellas del porno, que se sintieron honradas ante sus llamadas. Pronto fueron habituales de sus fiestas y, sin muchos esfuerzos, de su cama. El hombre dominaba la mecánica de las orgías: bebidas sofisticadas, la mejor boliviana, música sugerente; caían las ropas y las inhibiciones.

Sabía que el lujo era indispensable. Entrar en un mundo de consumo conspicuo producía en los invitados una sensación de relajo, de inversión de valores, de "todo vale": si es así como se comportan los ricos, mejor seguir la corriente. Él presumía de sus fabulosos sofás de cuero. Contaba que formaban parte del mobiliario de una tienda Gucci y no estaban a la venta. Insistió tanto que el encargado llamó a Emilio Gucci, en Italia; el diseñador aceptó traspasarlos por una cantidad desmesurada. Eran dos, uno blanco y otro negro, "para que no digan que soy racista".

El rock alardea de sus excesos, mientras que Hollywood prefiere esconder trapos sucios

Carecía de sentido del dinero. Llegaba a espuertas y desaparecía con mágica rapidez. Le encantaba cobrar en metálico, fajos de billetes que guardaba en su maletín de piel de cocodrilo. Cuando hacía una donación a sus amiguitas, procuraba que vieran lo que allí había: se quedaban boquiabiertas o con la rigidez facial de quien está realizando cálculos mentalmente. Por el contrario, era incapaz de imaginar que aquel tesoro particular debía pagar impuestos. Pronto recibiría una notificación desagradable.

Ejercía de papaíto de las chicas del porno, que compartían con él los trucos de su oficio, una obsesión para alguien que dominaba todos los recursos del directo. Muy en el papel de protector, quería convertirse en su manager, prometía sacarlas de su circuito y convertirlas en figuras del show business. Incluso pagó profesores de canto, baile, interpretación. No funcionó: las chicas eran impuntuales, perdían la motivación, dejaban de asistir...

Así que se fue desencantando. A la larga, las bellas del porno resultaban deprimentemente vulgares, inconscientes de las limitaciones de su carrera. Solían tener novios igualmente zoquetes: miserables chulos que toleraban lo que ocurría en la casa del artista, pero aspiraban a compensaciones inmediatas; acudían a las joyerías a devolver los regalos, dispuestos a aceptar una fracción del precio original. El cantante se enteraba, suspiraba y borraba otro nombre de su agenda.Desplazó su curiosidad hacia otros marginales. Siempre había sentido curiosidad por el ocultismo y supo de la existencia cercana de sectas satánicas, expertas en rituales sexuales. Las ceremonias eran vistosas: velas olorosas, círculos dibujados sobre el suelo, altares improvisados... Fue entonces cuando comenzó a pintarse las uñas de rojo. Pero también se desilusionó. Detrás de cada grupo había un gurú acerado, que susurraba amenazas de venganzas, sugería desquites por ingratitudes, especulaba sobre posibles sacrificios. Todo muy previsible pero, demonios, vivía cerca de la mansión donde mataron a Sharon Tate. Y cortó.

No, no estoy hablando de Marilyn Manson o similares superestrellas truculentas. El protagonista de esas andanzas libertinas era Sammy Davis Jr., a principios de los setenta. Aquí está la diferencia: el rock alardea de sus excesos mientras que Hollywood prefiere esconder sus trapos sucios. Sammy murió (1990) en olor de santidad, abrazado incluso por su amigo cruel, Frank Sinatra. Linda Lovelace y demás veteranas del porno no fueron invitadas a la despedida.

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