Arte contemporáneo bajo el oropel
Los castillos y palacios de París se abren a las nuevas tendencias creativas
Los franceses dicen de ciertas iniciativas que son "furiosamente tendencia". Exponer obras de arte contemporáneas en lugares insólitos, en compañía de obra de otra época y estilo es eso, "furiosamente tendencia". Y acaba de probarlo la coincidencia en el tiempo y en el espacio -París y alrededores- de una serie de manifestaciones pensadas a partir de esa idea simple del choque de artes.
Jeff Koons, el artista vivo más cotizado del mundo, ha instalado una quincena de obras en el palacio de Versalles. Sus aspiradores Hoover, envueltos en metacrilato e iluminados por neones, desafían los retratos cortesanos de la reina María Antonieta. Koons se limita a reciclar lo que otros -de Duchamp hasta aquí son legión- han hecho con mayor o menor talento.
En Versalles, Jeff Koons pierde ante el Rey Sol toda una batalla de egos
Fontainebleau, Orsay y el Louvre se apuntan también a esta tendencia
En el castillo de Fontainebleau, en las afueras de París, el patrimonio arquitectónico francés acoge 17 obras de otros tantos creadores contemporáneos que antes han sido expuestas en el palacio de Tokio, otro lugar parisiense que es tendencia. Pero el de Tokio está especializado en jóvenes artistas de hoy, es un espacio destroy, un antiguo palacio de la primera mitad del siglo XX al que le han arrancado los estucos y la pintura para que se asemeje a un garaje.
En Fontainebleau, lo que se presenta tiene la ventaja de haber sido seleccionado con criterio. Ahí está el elefante equilibrista de Daniel Firman, que se sostiene, patas arriba y gracias a la trompa, en medio de los imponentes anaqueles de la biblioteca del lugar.
En el Museo de Orsay llevan ya varios años estableciendo diálogos entre la colección permanente -el siglo XIX- y un artista invitado. Pero se trata de confrontar dos obras, de tender puentes entre la naturaleza vista por un Clovis Corinth y la que concibe Anselm Kieffer. O de que Ellsworth Nelly cuelgue un Relieve azul de 2007 junto a la extensión de mar que pintara Paul Cézanne en 1879.
El Louvre también practica el juego. La pasada temporada dejaron que el flamenco Jan Fabre llenase de lápidas el centro de un gran salón dedicado a la pintura histórica que celebra las victorias militares de las armas galas en distintos frentes.
¿Qué se pretende? En algunos casos se quiere tender puentes, demostrar la continuidad del espíritu creador. Se buscan afinidades y contrastes. También se quiere renovar el público, ganarse uno nuevo, rejuvenecerlo. Y se espera que algo de la pátina de las columnas, espejos y dorados reales y napoleónicos destiña sobre el hoy, contribuya a sacralizarlo, a transmitirle aura. Eso funcionó en el caso de Fabre. Su aportación completaba, prolongaba el lugar, le daba una nueva dimensión. Koons en Versalles ni logra ni busca lo mismo. Su ego puede ser enorme pero de ningún modo iguala al de Louis XIV, que le aplasta sin piedad.
Al minimalista Richard Serra le ocurrió algo parecido cuando instaló cinco grandes monolitos bajo la cúpula de cristal y hierro del Grand Palais. Quedó en nada. Hay que desconfiar de las tendencias.
Babelia
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