Antigüedades soñadas
Una de las virtudes de la estupenda exposición L'Antiquité rêvée (La Antigüedad soñada), que puede visitarse en el Museo del Louvre hasta mediados de febrero, es que relativiza extraordinariamente la convencional opinión acerca del siglo XVIII como el del predominio de la Razón, aquel en el que, finalmente, las Luces rasgaron, mediante el conocimiento y la virtud, el espeso velo que la superstición y sus agentes (el absolutismo, la Iglesia) habían interpuesto entre la humanidad y su liberación. De hecho, su subtítulo -Innovations et résistances au XVIIIe siècle- hace referencia a las tensiones que en él afloraron, despejando oblicuamente cualquier tentación de considerar el periodo como un todo ideológica y estéticamente unitario.
Exposiciones como esta permiten poner en perspectiva tópicos e ideas recibidas
La muestra también pone en cuestión la moderna opinión negativa acerca de los logros de la Ilustración, muy popular en ciertos ámbitos desde que Horkheimer y Adorno (Dialéctica de la Ilustración, 1947; Trotta, 1994) formularon su teoría acerca de que el "desencantamiento del mundo" propiciado por las Luces habría conducido a la radical disociación de conocimiento y ética. Según ambos autores, a lo largo del siglo "el conocimiento se convirtió en mero medio de obtener un fin, y la cultura se transformó en un artículo disuelto en diversas formas de información sin que implicase a los individuos que la adquirían". Es decir que, una vez producido ese desafortunado (y, a partir de entonces, permanente) desencuentro, lo que los hombres buscaron en la ciencia (y en su aplicación práctica: la tecnología) era el modo de utilizarla para dominar a sus semejantes. Los totalitarismos del siglo XX y hasta el Holocausto serían hijos lejanos de aquella hipertrofia de la Razón.
Pero si algo se hace patente en el recorrido de la muestra es la yuxtaposición -y, a menudo, la coexistencia- de fuerzas y tensiones muy diversas que dejaron su impronta en el arte del siglo XVIII, aunque en todo caso, y siguiendo caminos muy diferentes, todas se vieran obligadas a confrontarse con la Antigüedad. A partir de 1730 se manifiesta en las élites francesas cierto cansancio hacia el rococó -el estilo rocaille-, demasiado identificado con una corte (la de Luis XV) considerada frívola y decadente. El llamado de Winckelmann a imitar "la noble simplicidad y tranquila grandeza" de los antiguos, caló con fuerza en la Europa más avanzada. Los viajeros del Grand Tour regresaban a sus países con grabados de las ruinas clásicas, a modo de souvenirs de lo que tanto admiraban. Los que podían permitírselo encargaban bustos y retratos "a la romana", y los más ricos se construían viviendas palladianas. El siglo se inspiró en una antigüedad soñada que venía muy bien al advenimiento de las Luces.
Claro que, casi al mismo tiempo, emergían importantes corrientes que cuestionaban las ideas de virtud y equilibrio propiciadas por la Razón. Ahí están, por ejemplo, las arquitecturas laberínticas y ominosas de las prisiones imaginadas por Piranesi, o los hipertrofiados y utópicos racionalismos arquitectónicos de Boullée, como el impresionante Cenotafio para Newton, un proyecto que hubiera satisfecho los delirios arquitectónicos de Hitler. De esa pluralidad y coexistencia de enfoques e intereses dieciochescos es buen ejemplo la casi coincidencia cronológica de dos importantes pinturas muy diferentes: El juramento de los Horacios (1785) de David, al que pronto se consideraría un símbolo de la Revolución, y la primera versión (1781) de La pesadilla, de Fuseli, un icono de la estética gótica en el que no es difícil rastrear el eco de las teorías de Burke acerca de la vinculación de lo sublime y lo terrorífico.
Superstición y razón, oscuridad y luz, optimismo y terror. Exposiciones como esta permiten poner en perspectiva tópicos e ideas recibidas. El siglo XVIII es, como todos los siglos, lo que sus hijos hicieron de él. Si viajan a París, háganle un hueco en su agenda.
Babelia
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