¿Adónde has venido a parar?
Mañana, lunes, EL PAÍS ofrece a su lectores por 1 euro la novela 'Robinson Crusoe', de Daniel Defoe
A ser posible esta novela hay que leerla en una tarde desapacible de invierno, cuando el hogar recupera su condición originaria de refugio frente a las amenazas de un mundo siempre hostil. Acabamos, pues, de llegar de la calle, y la tempestad urbana y laboral nos ha arrojado a estas playas de consolación donde empezamos a leer las peripecias de Robinson Crusoe, narradas por él mismo en 1659 y por Daniel Defoe 60 años después: es decir, por una especie de Robinson Defoe, que nos cuenta de qué modo el ensueño del mar y la aventura le envenenó el alma, y en vez de seguir los designios paternos y estudiar Leyes y labrarse un porvenir próspero y seguro, disipó su juventud en vanas fantasías, hasta que al fin sucumbió a ellas, huyó de casa y se embarcó en un buque, y así comienza una de las historias más extraordinarias que se hayan contado jamás.
Robinson es el primero y más grande héroe de la edad inocente de la burguesía
La narración está presidida por el destino, como en las tragedias griegas, pero con una resonancia simbólica cristiana -y un aire racionalista de época- que eliminan cualquier invitación a subordinar la vida al azar y al absurdo. Diríase que, al caer en la tentación de probar el fruto prohibido de los horizontes sin fin y de la vida libre y vagabunda, donde no hay otro tiempo que un presente no contaminado por el trabajo y el futuro, Robinson Crusoe es expulsado de la familia, de la sociedad, de la civilización: del razonable y laborioso paraíso que el hombre ha logrado forjarse, y ése es el pecado que habrá de purgar casi toda su vida, hasta alcanzar la redención a través del dolor y de la soledad. Pero esta interpretación trivial (que fluye bajo el relato sin aflorar nunca a él) no vale nada, es mera calderilla ideológica, al lado de la magia inagotable de la propia aventura. Se embarca hacia Guinea, es apresado por un bajel moro, conoce la esclavitud, huye de ella en una balsa, mata un león, prosigue sus andanzas, llega a Brasil, donde funda un ingenio de tabaco y azúcar, y donde parece que al fin va a convertirse en un hombre respetable, a integrarse de nuevo -hijo pródigo- en la sociedad. Pero no: la pasión del mar, de la libertad y del riesgo, enmascarado de viaje de negocios (y cómo no acordarse de Simbad) puede más que la razón, y de nuevo se embarca rumbo a su tierra prometida: el naufragio y la isla, y el inicio de una aventura que tiene el encanto inédito de un cierto sedentarismo -tal como nosotros, los lectores, arrellanados en nuestro sillón, y mientras afuera ya es de noche, sopla el viento y la lluvia bate los cristales, seguimos leyendo: una isla de palabras en un mar de silencio.
Pero nosotros disponemos de un lugar seguro y de todo tipo de objetos para nuestro bienestar. Robinson Crusoe todavía no: sólo tiene un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco. Y su capacidad de pensar, desde luego, y de encontrar en la reflexión remedios ingeniosos contra la adversidad. Porque Robinson Crusoe es, entre otras muchas cosas, un elogio a la razón, en los tiempos en que aún la razón no ha producido monstruos y se confía en ella con una fe que hoy nos conmueve por su clara inocencia. El relato, contado con la exactitud y la sobriedad de una crónica, nos va llenando nuestro hogar de lector con todos los objetos que Robinson va rescatando del buque varado: el arca del carpintero, las escopetas, los mosquetes, los frascos de pólvora, los cuchillos, las hachas, los barriles de galletas y las pipas de ron, y toda esa relación de cosas prácticas y buenas nos hace descubrir y apreciar las que también nosotros tenemos en casa y a las que por costumbre no les prestamos atención. Y de pronto miramos de otra forma los útiles irremplazables y benéficos que nos rodean, y la fruición de la lectura se confunde con el disfrute de nuestro bien provisto entorno. Vamos a la cocina y volvemos con algo para comer y seguimos leyendo. Un delicioso y cálido sentimiento de seguridad nos envuelve mientras acompañamos a nuestro héroe en su esfuerzo por construirse también un hogar, un refugio contra los azotes de la naturaleza y del precario oficio de vivir.
Yo no sé cuántas veces habré leído este libro, uno de los pocos que tienen la virtud suprema de convertirte continuamente en un lector primerizo. Porque por muy avezado que estés en trucos de ficción, siempre te atrapa en las primeras páginas y te impone su realidad imaginaria con una autoridad ante la que no cabe escapatoria. En muy pocos libros naufraga uno con tanta veracidad como en Robinson Crusoe, y quizá en ningún otro haya tantos detalles, y tan prosaicos y a la vez tan poéticos como aquí. Yo me imagino el menú de un día cualquiera en la vida de Robinson Crusoe y me da la impresión de estar recitando versos clásicos donde los haya: de primero, unos huevos cocidos de tortuga, después carne asada de llama, acompañado todo de pan de trigo o de cebada, y de postre unas pasas, una cidra y un trago de ron. Y tampoco falta la sensualidad del dinero y de las mercancías y de los réditos, que tanto contribuyen a hacer más seguro un mundo inequívocamente burgués: libras esterlinas, onzas de oro en polvo, duros portugueses, doblones, piezas de a ocho, cajas de azúcar, rollos de tabaco, colmillos de elefante, pieles de leopardo, y todo cuanto los lectores queramos añadir. Éste es -en el buen sentido de la palabra- un libro iniciático, donde la transgresión de la aventura se armoniza desenfadadamente con una mentalidad burguesa libre de toda culpa. Porque Robinson Crusoe es el primero y más grande héroe de la edad inocente o idílica de la burguesía, cuando no existe ni sombra de las contradicciones insolubles entre la norma y la ruptura que tanto atormentará dos siglos más tarde a los descendientes de aquellos pioneros de la civilización.
Fernando Savater ha observado muy bien que Robinson Crusoe es el padre del bricolaje, y no hay más que enumerar: Robinson es cazador, carpintero, alfarero, agricultor, ganadero, pescador, médico, arquitecto, panadero, sastre, peluquero, estratega..., No hay oficio que le sea ajeno.Y, como en una miniatura de la historia del hombre, también él descubre la necesidad de un Dios que lo proteja y le dé algún sentido a su vida. Es decir, que también hay un Robinson metafísico, que intenta responder a las preguntas esenciales que le plantea Poll, su papagayo: "¡Robin Crusoe! ¡Pobre Robin Crusoe! ¿En dónde estás, Robin Crusoe? ¿En dónde estás? ¿Adónde has venido a parar?".
Y luego, cuando con el sudor de su frente ha conseguido convertir su isla poco menos que en un paraíso, un día descubre la huella en la playa y la irrupción amenazante del prójimo, ante el cual los peligros de la naturaleza son apenas un juego. Y hay como un desencanto cuando aparece el buque que habrá de devolverlo a Inglaterra. También los lectores hemos vivido felizmente náufragos en la isla del libro y ahora nos sentimos expulsados de ella por esos intrusos que vienen a salvar a Robinson pero también a romper la utopía de la soledad. La dulce épica de la soledad. Porque ésta era, pues, la ínsula prometida en un mundo racionalista que se encamina ya hacia su edad contemporánea.
Cerramos el libro y también nosotros, como Robinson Crusoe, regresamos a la realidad y a la tribu de la que un día partimos en busca de esa gran aventura esencial que es llegar a conocerse y a ser de verdad uno mismo. Y regresamos enriquecidos, sabios en el supremo arte de ser sociales sin dejar de ser únicos. Hemos concluido la lectura, pero este libro es inagotable, y otra tarde del próximo invierno regresaremos a la isla, asombrados y felices como el primer día.
Babelia
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