La Academia sueca se premia a sí misma
A la una en punto del mediodía empiezan a llamarme familiares y amigos porque acaban de concederle el Premio Nobel a Mario Vargas Llosa. Esto no me pasaba desde que murió Borges, solo que aquel día no me llamaban para felicitarme sino para darme el pésame. Uno de los amigos que llama me dice: "¡Joder, pero si yo pensaba que le habían dado el premio hace 30 años!".
Francamente: yo también. Porque, para mí, la noticia no es que ayer le dieran el Nobel a Vargas Llosa; la noticia es que todavía no se lo hubieran dado. Teniendo en cuenta el tamaño real de su obra, el hecho es desde luego asombroso. Veamos: Vargas Llosa publicó a los 26 años La ciudad y los perros; a los 29 publicó La casa verde; a los 32 publicó Conversación en La Catedral. Esas tres novelas deberían bastar para concederle a cualquiera el Premio Nobel; en realidad, bastan para convertir a cualquiera en el mayor novelista del español. Quiero decir que, aunque en español haya alguna novela comparable a esas -poquísimas-, no hay ningún novelista de nuestra lengua que haya escrito un conjunto de novelas semejante. El problema es que, luego, Vargas Llosa publicó cosas como La tía Julia y el escribidor, como La guerra del fin del mundo, como La Fiesta del Chivo, tres títulos que, sumados a los anteriores, le colocan directamente en la estratosfera. Es cierto, sin embargo, que Vargas Llosa no siempre está en plena forma; pero eso no resuelve el problema sino que lo complica: porque resulta que, cuando parece que no está en plena forma -digamos en Historia de Mayta o en ¿Quién mató a Palomino Molero?-, Vargas Llosa está más en forma que la inmensa mayoría de los novelistas cuando está en plena forma. Lo peor es que la cosa no acaba ahí. Así como todos los novelistas sabemos que no hay ningún novelista superior a Vargas Llosa, todos los críticos literarios saben que no hay ningún crítico literario superior a Vargas Llosa, y conozco a varios que venderían su madre a una red de trata de blancas a cambio de escribir La orgía perpetua o La verdad de las mentiras. Igual que determinados artículos de los sucesivos volúmenes de Contra viento y marea (o que sus libros sobre Victor Hugo o sobre Onetti, o que algún libro en apariencia menor, como las Cartas a un joven novelista), esos libros contienen la más compleja, apasionada y persuasiva visión de la novela y del oficio de novelista de la que tengo noticia; también contienen el mejor estímulo que un novelista puede encontrar para escribir, un estímulo solo inferior al que contienen las propias novelas de Vargas Llosa. Por lo demás, si en las novelas de Vargas Llosa se encarna con una ambición y una maestría insuperables la noción de literatura comprometida -una literatura que no se conforma con ser mero entretenimiento, sino que aspira a plantear los problemas morales y políticos donde se juega de verdad nuestro destino-, en Vargas Llosa se encarna de forma ejemplar el intelectual comprometido, esa figura en extinción que no acaba de extinguirse nunca. Como novelista (y como crítico literario), Vargas Llosa solo puede compararse a los más grandes; como intelectual también: lo que le define no es su trayectoria política -desde el marxismo o las cercanías del marxismo hasta el liberalismo, pasando por la socialdemocracia-, sino algo que está mucho antes que la política: el coraje y la integridad con que ha defendido siempre sus ideas, el hecho de que es, como dijo Lionel Trilling de Orwell, un hombre virtuoso. Todo lo anterior convierte a Vargas Llosa en un escritor que a todo escritor contemporáneo le produce la misma impresión embarazosa, por no decir humillante, que Victor Hugo les producía a sus contemporáneos: se trata de un escritor simplemente inaccesible. Creo haber leído todos los libros que ha escrito Vargas Llosa; algunos los he leído varias veces. No hay ningún escritor en español, salvo Borges, con quien mi deuda sea mayor. Ayer al mediodía me acordé de que Vargas Llosa todavía no tenía el Nobel y tuve la sensación de que la Academia sueca acababa de premiarme. Hoy tengo la sensación de que, premiando a Vargas Llosa, la Academia sueca se premia a sí misma. Enhorabuena.
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