Foto de familia

La primera entrega de la biografía cinematográfica de El Lute era una historia de amor entre el héroe y la Chelo, la de un personaje inocente que acaba convirtiéndose en mito muy a pesar suyo. En esta segunda parte, Eleuterio Sánchez ya no es un perseguido que todo lo hace para reunirse de nuevo con la mujer amada, sino un delincuente que intenta integrarse en el mundo de la respetabilidad, alguien que ha perdido el candor y sueña con una esposa sumisa, el tresillo y la sesión de televisión después de cenar. Este Lute es menos patético que pícaro, sus andanzas, por dramáticas que sean, han adquirido un giro tragicómico, pues en ellas se ha introducido lo prosaico y el absurdo. Eleuterio no es un bandido solitario que tiene su banda, sino el jefe de un auténtico clan, el responsable moral y económico de sus hermanos y cuñadas, alguien que, cuando roba un coche, ha de pensar en que sea de dimensiones familiares para que puedan viajar en él hombres, mujeres y niños, amén de un cargamento de bultos que incluye sábanas, vajillas o libros de texto.De la crónica trágica a la comedia, ese es el paso dado por Vicente Aranda y sus guionistas en esta segunda parte. La coherencia de esta evolución del personaje ha sido asumida por todos, en primer lugar por el protagonista, Imanol Arias, que hace una composición divertida del personaje, adornándolo con estupendas perillas, corbatas y teñidos de pelo, pero también por el decorador, la montadora o el director de fotografía, todos ellos de acuerdo con el cineasta en su empeño por potenciar el lado cómico del asunto. En El Lute II, mañana seré libre hay mayor número de planos, todo está más montado y busca más el dinamismo y enredo que el drama.

La opción de Aranda es tan legítima como lógica, pero también entraña sus peligros. Por ejemplo, el de que la acción canse, que el relato de la huida con la guardia civil pisando los talones de Eleuterio, Toto y Lolo se convierte en algo mecánico, que hay que alimentar a base de gags ya que se ha borrado el recurso o el deseo de una Chelo como motor de las mismas. Las miradas de Pastora Vega son, o parecen, incestuosas, pero se pierden en el vacío, no encuentran destinatario.

Para los coleccionistas de imágenes, para quienes alguna vez han pensado en hacer una pequeña antología del cine español a partir de sus guerreros uniformados y coronados con tricornio, un momento sublime: ese en que un agente de la Guardia Civil toma el retrato de grupo de la familia de Eleuterio. Toda la película está ahí, los deseos de normalidad del protagonista y su imposibilidad, su físico cambiante y su condición de mito, la paz y el peligro, la fragilidad de una etnia -los quinquis o mecheros-a la que la aparición del plástico sacó de la marginalidad tranquila para abocarla a la más angustiosa del delincuente. Es un instante de comedia, divertido, pero también tenso, que lo condensa todo. Sin duda, ahora, cuando el filme se presente en Cannes, su mejor baza será la vertiente casi documental que adquiere cuando nos muestra los rituales gitanos y señala las diferencias entre estos y los mecheros, pero si de la primera parte recordarnos la excelente secuencia del tren o el abrazo con que Victoria Abril recibía a Imanol, la Chelo a El Lute, esta segunda parte quedará fijada en nuestra retina, al menos en la mía, como una foto de familia.