Liberación sexual
Casi una década antes de conseguir el Pulitzer y el reconocimiento gracias a la excelente Las horas (amplificado más tarde con la magnífica traslación cinematográfica de Stephen Daldry), Michael Cunningham ya había cosechado variados elogios con Una casa en el fin del mundo, su primera novela, editada en 1990, que ahora se estrena en su irregular versión para la gran pantalla: un recorrido por el despertar colectivo que llevó a la liberación sexual de finales de los sesenta, narrado en clave individual a través de la figura de un joven huérfano que es acogido por la familia de su mejor amigo.
Fragmentada temporalmente en tres etapas (algo habitual en los textos del escritor), Una casa en el fin del mundo adolece de cierta condescendencia. A diferencia de Las horas, donde el dramaturgo David Hare fue el encargado de adaptar el texto, ahora el ejecutor del guión es el propio Cunningham, que ha optado por hacer desaparecer alguno de los personajes menos íntegros moralmente, a lo que hay que unir una narración demasiado mecánica de los hechos de los que se alimenta la trama. De hecho, la aparición del sida como giro dramático se ve venir desde media hora antes e incluso se puede adivinar sin dificultad el personaje que sufrirá la enfermedad. Más acertada como recopilación musical (de Jefferson Airplane a Patty Smith pasando por Leonard Cohen) que como retrato libertario de la nueva juventud, la película se ve, eso sí, con cierto agrado (quizá demasiado), aunque no admite un análisis profundo en relación a la ilustración de la ruptura con la concepción tradicional de la familia.
UNA CASA EN EL FIN DEL MUNDO
Dirección: Michael Mayer. Intérpretes: Colin Farrell, Robin Wright Penn, Dallas Roberts, Sissy Spacek. Género: drama. EE UU, 2004. Duración: 97 minutos.
Babelia
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