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COLUMNA
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Descojone en el Parlamento

El numantino Pedro Sánchez pierde su imposible aura de estadista cuando estalla en una carcajada obscena en una sesión de investidura marcada por el plan dadaísta de Ayuso

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el presidente de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, durante la primera sesión del debate de investidura de Pedro Sánchez como presidente de Gobierno, en el Congreso de los Diputados.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, y el presidente de la Junta de Castilla y León, Alfonso Fernández Mañueco, durante la primera sesión del debate de investidura de Pedro Sánchez como presidente de Gobierno, en el Congreso de los Diputados.Alejandro Martínez Vélez - Eur (Europa Press)
Carlos Boyero

Milagro. Por fin accedo a un momento jocoso en el Parlamento, ese teatro tan previsible como aburrido. Me lo proporciona un virtuoso en impostura y en cinismo, al que espíritus cultivados le descubrieron que su impresentable movida se podía legitimar con algo tan prestigioso como hacer de la necesidad virtud, el bien común, el paraíso de los desprotegidos y no sé cuántas cositas más.

El numantino Pedro Sánchez pierde su imposible aura de estadista cuando estalla en una carcajada obscena, prolongada, complacida, encantada de sí misma, como si estuviera descojonándose en un bar con los colegas, cuando su derrotado rival le plantea dudas sobre quién ha sido el que se ha zampado el pastel. Y como un macarra modélico y cruel de los que podrían decir: “Eres un pringao, que te vayas, tío, que me dejes, que no me des la brasa, que la tarta que nos jugábamos al final me la he zampado yo”, se permite manifestar su orgasmo en público. Y me digo: vale. Con ese transparente desvergonzado, con ese trepa ilustre, aunque también de manual, podría tomarme una copa, pero sabiendo que en cualquier momento va a intentar robarme la cartera.

Y también disfruto mogollón con el lío dialéctico, resultado del plan dadaísta que monta la sexi Ayuso (sospecho que esa definición ya está en proceso de excomunión) al defenderse de haber pronunciado la expresión “hijo de puta” cuando el mesías de los débiles se acuerda estratégicamente en su discurso de su presuntamente corrupto hermano. Lo más hilarante es su negación de lo evidente, atribuido a las perversiones del lenguaje. Asegura que ella creyó entender que la habían calificado de “mongola” y de “facha”. Pero luego se dio cuenta de que lo que expresaban era: “cómo mola” y “qué pacha”. O sea, que ella no llamó “hijo de puta” al estadista, sino que le gusta la fruta. Y cómo me río y disfruto con el provisional abandono de máscaras en el gran circo. La farsa me provoca gozo, no el habitual gesto de asco.

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