‘Poker Face’, el amargo don de la verdad
Resulta muy agradable encontrar de vez en cuando una serie que no trata de epatarnos en todos los capítulos, sólo —¿habrá algo más importante?— de entretenernos
En su discurso de aceptación del Premio Princesa de Asturias, Meryl Streep recordó cuando le recriminaban “alejarse demasiado de su propia identidad”. Hay intérpretes versátiles como ella y otros que siempre parecen interpretarse a sí mismos sin que eso suponga un demérito. Natasha Lyonne, que debutó en el cine al lado de Streep —es la niña que se aburre en la interminable boda de la gozosísima Se acabó el pastel— es un ejemplo. No hay excesivas diferencias entre la Nicky de Orange Is the New Black, la Nadia de Muñeca rusa o la Charlie de Poker Face, las tres están formadas a partes iguales por locuacidad, sarcasmo, cultura pop y una extraña calidez, una combinación que bien dosificada sólo da alegrías.
Poker Face (SkyShowtime) cuenta la historia de una mujer con un don que es más bien un castigo: saber cuándo alguien miente —qué aterrador ser consciente de todos los te quiero que no son reales—. La han comparado con Colombo porque desde el inicio se nos muestra al culpable y al igual que Peter Falk la garganta de Lyonne parece necesitar un palé de Juanolas, aunque tiene más similitudes con El fugitivo. Ella no resuelve casos porque sea su trabajo, sino por un sentido de la justicia que, igual que Richard Kimble, antepone a su propia salvación. Colombo era un buen detective, Charlie es una buena persona.
Hay muchas virtudes en una serie que más que obra de Rian Johnson, creador del insufrible detective Benoit Blanc, parece escrita por el mejor Kevin Smith y filmada por el más inspirado Jim Jarmusch. Sortea la gravedad sin caer en la parodia; es ligera, pero no banal; hasta el personaje más pequeño está escrito con mimo —ese perro facha se merece su propia cuenta en TikTok— y rezuma personalidad. Supone un alivio frente a tantas series de misterio estiradas hasta el hartazgo con sus inevitables traumas familiares y falsos culpables en pueblos brumosos en los que todo el mundo guarda un gran secreto. Aquí los episodios son autoconclusivos, algo de lo que las plataformas suelen huir en su afán por parecer algo más que televisión. Qué relajo no tener que recordar cada semana media docena de subtramas y qué agradable encontrar una serie que no trata de epatarnos en todos los capítulos, sólo —¿habrá algo más importante?— de entretenernos.
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