“¿Me pueden mandar a la silla eléctrica?”: de cómo el último milagro de Ryan Murphy resuelve el misterio Jeffrey Dahmer
El retrato del caníbal de Milwaukee en ‘Dahmer’ (Netflix) radiografía un país sin escrúpulos a la vez que humaniza lo inhumano colocando al espectador dentro y fuera de la cabeza del monstruo
En algún momento de 1987, Jeffrey Dahmer trató de desenterrar un cadáver. Por entonces tenía 27 años y, aunque ya había matado a dos jóvenes —se había comido parte de ellos, los había desmembrado, había limpiado sus huesos—, estaba tratando de ser “un buen chico”. Llevaba nueve años sin matar. Y quizá hubiese seguido sin hacerlo si no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue que vio el obituario de un chico atractivo y fue al cementerio con la intención de desenterrarlo, y dormir abrazado a él. No lo consiguió. La tierra estaba demasiado dura. No, aquel no era el camino, se dijo. Si quería dormir abrazado a alguien que no pudiese dejarle, iba a tener que matarlo él mismo. “Los dos primeros fueron accidentes”, dijo durante su confesión. Al resto, los mató a conciencia. Quería dejar de estar solo, dijo. Pero nunca lo estuvo, en realidad.
Hay infinidad de cosas poderosamente valiosas en Dahmer (Netflix), algo así como el regreso del Ryan Murphy más detallista y macabro —¿o no debería la serie formar parte de su brillante antología sobre lo criminal en Estados Unidos, American Crime Story?—, aunque lo más destacable y fascinante es su punto de vista. Porque se tiende a pensar que el asesino en serie —en este caso, Jeffrey Dahmer, el solitario chaval que empezó desmembrando animales atropellados y acabó asesinando, descuartizando y comiéndose partes de 17 chavales, elegidos entre los invisibles, afroamericanos, indios, latinos, y gais, como él— no forma parte de una familia que le quiere, ni tiene vecinos que puedan oírle triturar huesos por la rejilla de ventilación —fundamental y milagroso es el personaje que interpreta Niecy Nash, Glenda Cleveland—, pero están ahí, como el resto de la sociedad.
El detalle cuántico de esa suerte de non fiction television que obra Murphy cada vez —lo hizo con O. J. Simpson, y con el asesino de Versace— interpela, reformula y magnifica la potencia de aquello que inventó Truman Capote en A sangre fría —la non fiction novel— para, precisamente, tratar de entender al monstruo, Perry Smith, y también a Richard Hickock, los responsables de la matanza de los Clutter, reconstruyendo la figura del asesino a partir de lo que rodea al hecho. Un proceso de humanización de lo inhumano que potencia el horror desde una empatía imposible: la de la condena del monstruo que convive consigo mismo. Sí, todo es prácticamente insoportable en Dahmer, porque el espectador está a la vez dentro y fuera de la cabeza del asesino, como ocurre en el clásico de Capote, pero yendo más allá, mucho más allá.
Como un objeto de otro planeta que impactara sobre el nuestro, devastándolo, a su manera, descomponiendo familias —la suya, y las de sus víctimas—, una comunidad —en cuyo epicentro están los vecinos de su edificio, pero que alcanza un barrio, y por extensión, un tipo de barrio—, un país —que sigue cometiendo el exacto mismo error de mirar hacia otro lado cuando lo que ocurre no afecta al hombre blanco heterosexual—, así se trata a Dahmer en la no ficción intrusiva y casi experiencial de Murphy —dirigida aquí en gran parte por la hijísima, Jennifer Lynch [cuyo padre es el cineasta David Lynch]—. El mundo que ha pisado Dahmer debe recomponerse a su paso como lo haría después de una catástrofe natural. Y ahí entra la parte historiográfica del imparable creador de Pose, atento siempre a los puntos ciegos —ya sea por su condición queer o marginal, desposeída— de la historia de Estados Unidos.
“Dahmer es una metáfora de la nación”, dice el reverendo Jackson, que intentó, sin éxito, convertir el caso en un paso adelante, en algún sentido, en el reconocimiento de aquellos que nunca han tenido voz en Estados Unidos. Se trata de un pretérito Black Lives Matter escandalosamente certero: grabadas están todas las veces en las que Cleveland, la vecina de Jeffrey, llamó a la policía asegurando que alguien estaba matando a otro alguien en el apartamento de al lado y lo que se les ocurría decirle era que fuese a comprobarlo antes de llamarles. “Malas prácticas policiales”, dice el reverendo, “comunidades desatendidas, y negros y latinos sin voz a los que nada les sirve alzar la voz porque no van a ser escuchados”, dice a continuación. Y lo está diciendo en 1991 pero podría decirlo hoy mismo, lo que golpea de lleno el corazón de un país aún sin escrúpulos.
Que el padre de Dahmer confiese haber sentido exactamente la misma pulsión que su hijo —sin seguirla— y jamás lo haya compartido con él, alzando un muro de sobreentendidos y fingimientos con su torturado hijo, dispara también en algún sentido contra el peligro de la incomunicación, y sus infinitas posibilidades de destrucción. No, Jeffrey Dahmer no estaba solo, sólo creía estarlo, y fue alejándose del mundo haciéndolo estallar a su paso. “Nací así, no creo que nada me haya hecho así”, dice Dahmer, e incapaz de encontrar otra salida, suplica: “¿Me pueden mandar a la silla eléctrica?”. Hay detalles, aún más escabrosos, en el documental Las cintas de Jeffrey Dahmer —que se estrena este viernes, también en Netflix—, pero la verdad está ya aquí dentro.
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