Los miedos modernos
Los peores montajes de vídeo en el género de terror se convierten en éxitos de lo paranormal gracias a una buena narración oral
Durante el confinamiento me convertí en una habitual de los directos en YouTube del padre Fortea (mediático sacerdote imprescindible en todo coloquio sobre demonología que se emita por la tele). Fortea paseaba por la casa entrando y saliendo de plano mientras el Loquendo leía la Palabra de Dios. En el cajón de chat, un montón de desconocidos divagaban sobre Cristo, el diablo, la gran conspiración. Estos últimos meses he recuperado la costumbre de ver sus vídeos, empleando tiempo suficiente como para deglutir la filmografía completa de Rohmer, por ejemplo. De ahí, por motivos profesionales, he enganchado con el abundante material sobre exorcismos que hay en YouTube. Cuanto más leo y veo sobre posesiones, más creo en la maldad del ser humano. Nada que ver con las películas inspiradas en la vida del matrimonio Warren; al contrario que en los filmes de James Wan, los malos de la película siempre han sido los Warren.
De incontables horas de visionado desde 2020 he llegado a la conclusión de que el miedo, incluso en un medio audiovisual, está en ese gran ignorado: el sonido. El sonido no es (sólo) la música de la que se abusa en toda película mediocre, sino que también, y ante todo, es el primitivo e infalible acto de contar una historia. Los peores montajes de vídeo se convierten en hits de lo paranormal gracias a una buena narración oral. Nunca hay una buena imagen del fantasma, del demonio, del poseído; es la cadencia de la voz la que hace que puedas permanecer en la cama, con los auriculares, alumbrado con la insana luz del móvil mientras crees a pies juntillas una colección de posibles trolas que se desvanecerán a la luz del día. Qué sencillo, y qué divertido, es pasar un poco de miedo.
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