Bogdanovich
El director, fallecido este jueves, se las ingenió para andar muy cerquita de los grandes, de maestros del cine, saliendo inevitablemente en la foto, masajeándolos por sus continuos halagos
Peter Bogdanovich siempre tuvo pinta de ser el más listo de la clase y también algo o mucho de trepa. Se las ingenió para andar muy cerquita de los grandes, de maestros del cine, saliendo inevitablemente en la foto, masajeándolos por sus continuos halagos, escribiendo libros y documentales interesantes sobre ellos. Era crítico de cine y aspiraba a realizarlo. Y consiguió el afecto y la interlocución con tipos tan duros y nada retóricos como Ford, Hawks, Lang y Welles. Al igual que Scorsese, fue un cinéfilo permanentemente agradecido a los hombres que hicieron grande al cine. Creo recordar que lo último que rodó Bogdanovich fue el documental El gran Buster, homenaje bonito y necesario a la obra de un genio llamado Keaton. Igualmente Bogdanovich se volvió tarumba ayudando a Welles en el caótico e interminable rodaje de Al otro lado del viento. Y fue esplendoroso el arranque de Bogdanovich cuando pudo contar sus historias con una cámara. El héroe anda suelto era tan posibilista como inquietante.
La última película es hermosa y desolada, emotivo retrato de perdedores precoces en un pueblo de la América profunda, chavales cuyo único refugio era un cine destartalado que les permitía soñar que también lo cierran. Más tarde, Bogdanovich demostró que también podía ser muy divertido en ¿Qué me pasa, doctor? Y en la tierna y graciosa Luna de papel.
Durante ese tiempo fue el rey de Hollywood, el niño mimado. Recaudaba mucha pasta y la crítica le bendecía. Pero a partir de ahí todo fue un paulatino desastre, proyectos muy caros que se estrellaban en la taquilla. Y tuvo que buscarse la vida como pudo. Hizo bastantes películas olvidables, con la excepción de la desasosegante Saint Jack, la historia de un chulo putas en Singapur y una inteligente y sensual comedia titulada Todos rieron. Bogdanovich podría hacer suya aquella frase de Scott Fitzgerald: “Hablo con la autoridad que me otorga el fracaso”.
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