‘Small Axe: Rojo, blanco y azul’: Éxito en tierra hostil
La tercera película de la serie incita más al debate que a la rabia o el baile
La tercera película de Small Axe, la colección de cinco filmes de Steve McQueen sobre la inmigración afrocaribeña en Reino Unido entre los años sesenta y ochenta del pasado siglo, se eleva un peldaño por encima de las dos anteriores. Brillantes ambas, tanto Mangrove como Lovers Rock podían pecar en algunos momentos de cierto manierismo –ideológico, la primera; estético, la segunda–, en cambio, esta Rojo, blanco y azul se presenta como una historia que incita al debate, no tanto a la rabia o al baile.
Se trata de a historia real del agente de policía negro Lery Logan, interpretado por un John Boyega que parece haberse visto varias veces Serpico antes de enfrentar su papel. Logan es un joven aspirante a investigador científico en el Londres de principios de los ochenta que decide abandonar esta carrera para entrar en el cuerpo de policía. Su padre, interpretado por Steve Toussaint, es un hombre serio, de aquellos que odian a la policía no porque estén en contra del orden y rectitud –se niega a ganar una partida de Scrabble porque para ello debe poner una palabra procaz–, sino porque sabe que la policía está en contra de su existencia como ser humano.
Por eso, cuando justo después de recibir una paliza por parte de dos agentes que le acusan injustamente de bloquear la calle con su vehículo y se entera de que su hijo ha rellenado el formulario para entrar en el cuerpo de policía, no es que sienta decepcionado, se siente traicionado. ¿Cómo se le va a ocurrir a alguien abandonar algo tan beneficioso para sí mismo, para la sociedad e incluso para otros hijos de inmigrantes como una carrera en investigación para alistarse en las fuerzas del orden?
El dilema del hijo es el de ser un ejemplo de cómo el sistema esta cambiando o de tratar de que el sistema cambie. Curiosamente, nos han enseñado a creer más en lo primero que en lo segundo. Esto ya lo denunció el filósofo Cornel West al ser entrevistado tras el asesinato de George Floyd. Habló de la falsa sensación de progreso en el ámbito de la igualdad que da la existencia de millonarios negros, deportistas de élite negros, vicepresidentas negras... Investigadores negros. Logan tiene la opción de ser uno más en esa liga. Es un éxito y un orgullo.
Pero su tía y un compañero en sus entrenamientos de atletismo le convencen de que podría ser un buen agente de policía. Él, que ya en la primera escena ha visto cómo se las gastan los agentes en Londres con los de raza –le cachean de muy malos modos siendo un niño mientras espera en la puerta del colegio que llegue su padre a recogerle–, cree que puede ayudar a que eso cambie mucho más entrando en el cuerpo que, a saber, aislando anticuerpos. Niega el principio de dar ejemplo a través del éxito y se abraza a algo mucho más mundano, mucho más ambicioso en términos sociales, aunque, como se ve al final de forma muy sutil (con una foto de Isabel II), moralmente resulta más complicado de gestionar. En el Londres de los años ochenta parecía más plausible hallar la cura para el cáncer que lograr que la policía dejara de ser un estamento racista. Que no le venga nadie a Logan a decir que eligió el camino más fácil. Esta es una historia de pragmatismo, no de renuncia.
Steve McQueen logra apuntalar el debate que propone la cinta no solo a través del magnífico trabajo de Bayoga, sino también con la presencia de una brillante tropa de secundarios, cuyo rol es el de presentar todas las dudas posibles desde todos los ángulos. Además de un padre que se siente traicionado, hay una novia enamorada pero asustada, una tía convencida de que la policía es la mejor opción, aunque su forma de verbalizarlo no sea la más empática, un amigo agente de policía ingenuo y blanco o un primo, estrella pop, que es quien mejor ejemplifica el éxito en tierra hostil. En un momento de la película, Logan está en casa de este bailando con una copa en la mano. Se le vierte líquido sobre la alfombra y el primo músico se enfada y corre a la cocina a por un trapo para intentar salvar esa alfombra que cuesta lo que debe cobrar un policía en un mes. “Si yo viviera en esta casa no me preocuparía por nada”, le espeta el futuro agente. Aunque Logan valora y hasta envidia la vida de su primo, él ha elegido para él una vida en la que el resto de los días los pasará utilizando posavasos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.