El síndrome del padre de Mozart
Pese al argumento de telefilme y a la tentación de moraleja, ‘La estafa’ está resuelta con muchísima elegancia
Una de las películas que se quedaron en el limbo de la pandemia y que, a falta de salas, ahora se estrenan en las plataformas, es La estafa (en España estará en HBO esta semana), una obra basada en el caso real de Frank Tassone, un gestor escolar famoso por convertir los centros que administraba en fábricas de coquitos por los que suspiraban las universidades de la Ivy League. En 2006 se descubrió que el buen hombre llevaba años pegándose la gran vidorra a costa de saquear el presupuesto de los colegios, que era generoso porque estaban en Long Island y las familias andaban mucho más sobradas de dólares que de vergüenza.
Pese al argumento de telefilme y a la tentación de moraleja, la película está resuelta con muchísima elegancia. El joven Corey Finley la dirige con sobriedad clásica, dejando que los actores, dos sensacionales Hugh Jackman y Allison Janney, eleven a arte un guion impecable.
Tassone engañó a unos alumnos y a unos padres encantados de dejarse engañar, pues toda estafa requiere del concurso del estafado, y en este caso los palomos estaban obsesionados con el éxito académico, dopados e histéricos por una cultura ultracompetitiva que destruye los fundamentos mismos de la escuela como lugar de aprendizaje y exploración. Viendo la película me he acordado de los padres que llenan de extraescolares las tardes de sus hijos de cinco años, para encontrar cuanto antes su “talento” y explotarlo como el padre de Mozart. Todo ello, además, en un ambiente dominado por la pedagogía más ingenua, que convierte las aulas en ludotecas.
Cuando se plantean los problemas de la escuela (y tanto el telecolegio obligado de estos meses como las incógnitas sobre el curso que viene han inspirado mil reflexiones), rara vez se habla de la ambición y de las expectativas, y La estafa recuerda que conviene no olvidarlas.
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