Una sociedad que niega la muerte
No está cambiando nada, quizá porque los muertos son solo una cifra diaria parecida a una cotización de bolsa o un resultado de la quiniela
Las especulaciones sobre el futuro inmediato ocupan ya varias bibliotecas. Hemos puesto a trabajar a los filósofos por encima de sus posibilidades y algunos llevan más entrevistas concedidas que una estrella del cine tras ganar un Oscar. Unos han proclamado la muerte del capitalismo. Otros, su victoria. Entre discusiones sobre si convertiremos el mundo en una comuna de paz y amor o nos devoraremos a dentelladas en plan Mad Max se nos desescalan los días. Salen tanto y dicen tantas cosas que, cuando anunciaron que en Alemania volvía la liga de fútbol, imaginé que lo harían con aquel partido de filósofos griegos contra alemanes de los Monty Python.
Se habla poco, sin embargo, de la muerte, y a mí me intriga cómo va a cambiar una sociedad que lleva décadas negándola. De momento, no está cambiando nada, quizá porque los muertos son solo una cifra diaria parecida a una cotización de bolsa o un resultado de la quiniela. Una sociedad a la que le cuesta tanto decir que alguien ha muerto (se prefiere “ha fallecido”) y que confunde la tristeza del duelo con una patología psiquiátrica, tiene que replantearse muchas cosas en tiempos de peste.
Lo pensaba mientras veía Yo nunca, una telecomedia de apariencia banal y adolescente que esconde, como una bomba que estalla en una anagnórisis final, una meditación sobre el duelo y los rituales de despedida. La protagonista se presenta perdida y descontrolada, como toda joven en plena explosión hormonal, pero lo que le sucede en realidad es que está devastada por la muerte de su padre. Le cuesta muchísimo descubrirlo porque vive en un mundo donde nadie concibe el duelo como catarsis, sino como una molestia que hay que superar, como una mala digestión.
No es una danza de la muerte de las de la peste del siglo XIV, pero por algo se empieza.
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