La invasión de los bustos parlantes
Institucionales, gubernamentales, autonómicos, regios. No ha faltado ni el rostro papal, traído por Jordi Évole en baja definición, al estilo ‘youtuber’


A falta de flores de primavera, a las pantallas les han crecido bustos parlantes, la mayoría, oficiales. Bustos institucionales, gubernamentales, autonómicos, regios. No ha faltado ni el busto papal, traído por Jordi Évole en baja definición, al estilo youtuber (que le pega mucho a Francisco). Bustos cariacontecidos, que se echan años encima entre una aparición y otra. Bustos que se emocionan y bustos que tratan de mantener la compostura. Bustos que recitan datos, que enumeran recomendaciones, que anuncian decretos.
Algunos bustos clásicos, como el de Matías Prats, Zeus del Olimpo de los bustos, desaparecen y provocan un espasmo de inquietud en la audiencia. Otros se metamorfosean en bustos hogareños, como Iñaki Gabilondo, que tiene la finura de colocar de fondo, en la biblioteca, un ejemplar de Ciudadanos, de Simon Schama, un libro que nos recuerda nuestra condición política.
Dice Malcolm Gladwell en su última obra, Hablar con extraños —que llegó a las librerías justo antes de que esto empezara—, que la especie humana es crédula. Salvo unos pocos desconfiados patológicos, en general, nos creemos lo que nos cuentan. Gladwell cita al psicólogo Timothy Levine y su teoría del sesgo de veracidad, según la cual, solo empezamos a desconfiar cuando se acumulan un montón de sospechas que rompen la credulidad. No es cierto que se pille a un mentiroso antes que a un cojo.
La perseverancia de los bustos los hace familiares. Identificamos sus tics, la forma en que disimulan su miedo vistiéndolo de seriedad, y celebramos sus despistes y las palabras que se les traban. Debido al desgaste de los materiales, los bustos ya no informan ni sosiegan ni animan. La confianza los vuelve paisaje, hasta que la pantalla se transforma en lo que, en el fondo, siempre ha sido: un espejo que nos devuelve nuestro mismo miedo disfrazado de aplomo fingido.
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