Mujeres esenciales
España cerró, pero ellas siguieron al frente de hospitales, residencias, investigaciones, colegios u hogares. Muchos de los trabajos fundamentales en pandemia están feminizados. La crisis les dio visibilidad. Así lo han vivido ocho profesionales
Valentina Cepeda fue a limpiar una jornada más, pero ese día le aplaudió España entera. Su hija Nuria se escondía en el coche para desayunar sola, aterrada por el miedo al contagio. Cada día preparaba los palés de carne que abastecían los supermercados. La obsesión de Marina Pollán eran los datos, las cifras del estudio que encabezó condicionaron la desescalada. Se contagió en su trabajo, igual que Ana Sánchez en el hospital: “Horroroso, ese es el resumen”. Cristina Sanz ha tenido que coger una baja tras meses en primera línea en hospitales y ambulatorios, encadenando una veintena de contratos precarios como médica. Lupe Perea hacía horas extra de madrugada para poder responder a los correos de las familias con los deberes de sus alumnos. Rosa García aún llora por los ancianos que vio morir en la residencia en la que trabaja: “Todavía no les tocaba”, lamenta.
Siete de cada 10 puestos sanitarios y de cuidados del mundo durante la pandemia los han copado mujeres, según la ONU, y están también en algunos de los sectores más precarizados. EL PAÍS ha reunido a ocho mujeres que han ocupado puestos esenciales en sectores en los que están representadas en paridad, como en la dirección de investigación (41%), ocupan más de la mitad de los puestos —medicina o peones de industria alimentaria— o una mayoría abrumadora que ronda o supera el 80% (enfermería, empleo doméstico, enseñanza primaria o limpieza), según el análisis de los microdatos de la Encuesta de Población Activa (EPA) analizados por el investigador Enrique Negueruela. No están todas las que son, pero sí son todas las que están. Así han vivido ellas el año más duro:
Valentina Cepeda, limpiadora en el Congreso
“No imaginaba que el aplauso era para mí”
Valentina Cepeda dejó de ser invisible hace un año. Ella hacía esa mañana lo mismo que lleva haciendo casi 30 años en el Congreso de los Diputados. Pero el 18 de marzo del 2020 no se celebraba un pleno cualquiera. Ante solo 24 diputados y cinco ministros entre sus señorías, el presidente del Gobierno acudió a informar sobre el estado de alarma. Cepeda, madrileña de 59 años, subió a la tribuna de la que acababa de bajar Pedro Sánchez. Con su mascarilla asida con gomas, los guantes morados, la bayeta. Limpió la madera noble del atril, los finos micrófonos, la barandilla. Lo hizo 14 veces, tras cada intervención. “Empezaron a echar fotos”, cuenta casi un año después con su preciosa voz radiofónica esta mujer de 59 años. Asegura que está muy orgullosa de llevar casi tres décadas trabajando en el Congreso, en el que entró a limpiar muy joven, cuando los cristaleros la miraban con recelo cuando daba indicaciones: “Sí, hombre, ahora vas a venir tú a dar órdenes, que eres una cría”.
“Miré al frente porque no imaginaba que el aplauso era para mí, pensé que era entre ellos, fue una sorpresa”, recuerda de aquel pleno. “Gracias, Valentina”, le dijo el presidente del Gobierno. Salió en varios medios, en las redes sociales. “¡Valen, te estamos viendo en los telediarios!”, le dijo una compañera. “Se dio más importancia de la que yo le doy, porque era mi trabajo”.
Durante los meses de confinamiento, ella acudió semana sí, semana no al Congreso, tal como estipuló la empresa para la que trabaja. Todas las limpiadoras del Congreso son mujeres. Su labor era y es esencial. Se levanta a las cinco de la mañana. Desde las seis recorre los despachos para dejarlos como una patena, sin mucho tiempo para tener miedo al contagio, con doble mascarilla, subiendo sola en el ascensor. Ha tenido que limpiar también despachos tras un contagio. Con un cartel: “No entrar, en proceso de desinfección”. Cuando amaine, dice, volverá a Malpartida, el pueblo de su pareja, Ignacio, a siete kilómetros de Cáceres.
Marina Pollán, directora del Centro Nacional de Epidemiología
“Aspiro a que salgamos mejores”
Marina Pollán, directora del Centro Nacional de Epidemiología del Instituto de Salud Carlos III, acude a la sesión de fotos con su ordenador portátil. Por ese ordenador han pasado centenares de miles de datos para arrojar luz en la oscuridad de la pandemia. Al principio, admite con pesar, les reclamaban cifras que no tenían, que no existían. Su obsesión, durante todos estos meses de jornadas extenuantes de lunes a sábado, era obtener la imagen más clara posible de lo que está ocurriendo con la covid, dimensionar su impacto. Su centro ha coordinado con Sanidad y las comunidades el estudio de seroprevalencia, la macroencuesta que permite conocer cuánta gente está inmunizada en España. Recuerda cómo se puso en marcha con el país entero confinado, en abril. Participaron 70.000 personas, más de 4.000 centros de salud. “Fue estupenda la colaboración con todas las comunidades autónomas, casi mágico que consiguiéramos el acuerdo generalizado con todas las divisiones políticas que vemos en las noticias”. Trabajaron contra reloj. Las decisiones sobre la desescalada y el confinamiento dependían de esos primeros resultados del estudio. Pollán, nacida en La Bañeza (León) hace 60 años, está muy orgullosa de esa labor de grupo “intensísima y gratificante”. Ella, asidua en las ruedas de prensa del gabinete de crisis que encabeza Fernando Simón, lo dijo un día ante toda España: la confianza y la generosidad de los 70.000 participantes, el esfuerzo de los profesionales “deberían ser el titular de la noticia”.
Tanto ella como su marido se contagiaron de covid. Lo pasaron en casa sin grandes complicaciones. Está cansada, sueña con la montaña, desconectar de la capital. Tiene mucho trabajo por delante todavía. “Mi obsesión ahora es publicar la información que tenemos. Cuando pase todo esto lo que quedará son las publicaciones, la constancia de lo que hemos conocido y analizado”. ¿Cómo imagina el mundo poscovid? “Lo que nos hace seres inteligentes es la capacidad de entender y comprender la experiencia de lo que vivimos. Aspiro a que salgamos mejores”.
Ana Sánchez, enfermera
“He visto a compañeros derrumbarse y seguir adelante”
“Horroroso. Ese sería el resumen. La primera ola fue lo peor de mi vida profesional”, constata Ana Sánchez, enfermera de urgencias de 46 años y madrileña. Su padre murió en febrero. Su madre, Quini, lleva un año de duelo muy sola. Una semana después de que falleciera su padre se reincorporó al hospital Clínico. “En marzo se desbordó todo. No había una cama, camilla ni silla libre para los pacientes, había colas de ambulancias con gente esperando… Recuerdo sobre todo la impotencia de no saber con qué tratar al bicho. La gente se moría ahogada y superrápido. Estábamos perdidos, qué tristeza”. Hasta hace poco, lloraba a diario: “Ponía la radio y con cualquier noticia covid te echabas a llorar, ha sido como un tornado que nos ha pasado”.
Se contagió de coronavirus a mediados de marzo, cuando los sanitarios todavía trabajaban sin mascarilla y con protección casera. Es probable que su pareja, Paco, también se contagiara, pero entonces no se hacían test. Ella llegaba a casa y se metía en la ducha corriendo, “casi me fumigaba”.
Echa de menos los abrazos, los besos, ver a la familia, a las amigas, a la gente que quiere. Y viajar. Quiere escaparse a Coria, en Cáceres, el pueblo de su padre.
“Te quedas con la gente que ha estado dando la cara, apoyándote, con una fuerza que me ha sorprendido muchísimo. Les he visto llorar y derrumbarse y aún así han tirado para adelante. Me quedo con eso”. Con eso y con la música. Tenía varios grupos amateur con su pareja. Los dejó para sacarse la plaza fija, pero piensa volver. En los días más duros, se arrancaba por Lágrimas negras.
Rafaela Pimentel, empleada del hogar y activista
“Nuestro trabajo sostiene la vida”
Rafaela le ha dado un giro al delantal. No se lo pone para trabajar sino para reivindicar derechos. Es empleada del hogar, como su hermana y sus primas. Y activista. Llegó a España en 1992. Con la pandemia, cuenta, se ha recrudecido la situación de su colectivo, formado en un 98% por mujeres. “Nuestro trabajo sostiene la vida. Nosotras cuidamos para que mucha gente pueda salir a trabajar fuera”. Pimentel, nacida en República Dominicana hace 60 años, denuncia la situación de compañeras internas que trabajan por 500 euros al mes “sin Seguridad Social, derechos, descanso ni vacaciones”. “Muchas se quedaron trabajando confinadas en los hogares, con personas mayores, con niños. Más de cuatro meses sin poder salir ni estar con sus familias, con estrés y soledad. Y el pago que le han hecho han sido despidos”, cuenta indignada. “Compañeras a las que las tiran a la calle de noche. Han trabajado dos o tres años y al final las echan. Lo vemos a diario”.
Ella trabaja con la misma familia desde 1995: “Ellos me han dado todos los derechos que puedo tener y un poquito más, me han permitido estar en la lucha [en el activismo] y estudiar tres años de psicología terapéutica con una beca. Los tres hijos me quieren un montón. Yo a ellos los adoro, me han cuidado muchísimo”. Pimentel lucha también por los derechos de sus compañeras: “para que estar con una familia honesta no sea una cuestión de suerte sino de justicia”. Desde 2006 participa en Territorio Doméstico, una de las organizaciones que impulsó la huelga feminista de 2018 y que da visibilidad a las empleadas del hogar como ella.
Lupe Perea, maestra
“Echamos muchas horas para salvar la escuela”
Iban a ser 15 días. En el claustro del colegio del barrio madrileño de Retiro al que Lupe Perea se había incorporado tras aprobar las oposiciones, contaron que había que preparar materiales para que los niños pasaran en sus casas aquellas dos semanas. Lupe Perea, maestra, recuerda que fue un encuentro sin mascarillas ni protecciones. En marzo del 2020 apenas había cubrebocas. “En el mío no pasó, pero sé de otros centros donde salieron contagios de aquellas reuniones”. Luego aquellas dos semanas se transformaron en meses y llegó a marchas forzadas el aprendizaje para enseñar desde las plataformas online. “Salvamos el trabajo a base de dedicarle muchísimas horas”, recuerda esta madrileña de 38 años, con una hija de dos, que entonces era una lactante “muy dependiente” de su madre. Muchas veces seguía las reuniones con la cámara apagada y la niña al pecho. Otras, respondía a los correos con dudas de su alumnado a las tres de la mañana.
Este curso está en una escuela de Carabanchel, entre los barrios modestos del sur de la capital, donde no todos tienen ordenador ni pueden seguir igual las tareas. La pandemia ha hecho más evidente la brecha educativa entre quienes tienen más o menos recursos. Le sorprende la capacidad de adaptación de sus alumnos “siguen las normas a las mil maravillas, aunque todo es coronavirus”. Si estudian los mamíferos y sale el murciélago: “el que nos pegó el coronavirus”. Geografía, en Asia está China.. “de ahí vino el coronavirus”. Higiene, hay que lavarse las manos… “No, antes del coronavirus también había que hacerlo”, les dice. Lo que peor lleva es que su hija no pueda tener una relación social “normal” con el mundo, tener que vigilar cuando van al parque para que no se mezcle con otros niños. La pequeña, que ya habla, le advierte si sale a la calle sin taparse la boca: “mamá, quiquilla” (Mamá, mascarilla”).
Cristina Sanz, médica de familia
“Es necesario un duelo social”
Se le quedó grabada aquella noche de guardia de marzo del 2020 en el hospital. A Cristina Sanz, médica de familia de 30 años, le tocó atenderlos a los dos. “Eran una madre de 50 años y su hijo de 20. Llegaron con los síntomas que conocemos ahora, los ahogos, la fiebre. Vivían en una casa de 10 personas, con trabajos precarizados. Recuerdo a esos dos primeros pacientes, tengo la imagen muy grabada. Luego ya hubo cientos. La madre falleció”. Su propia abuela murió el mismo día que se decretó el estado de alarma, sola. Su abuelo salió tras dos meses ingresado. La única que no se había contagiado de la familia era ella. Y fue la que tuvo que ir a firmar por la defunción de su abuela al hospital.
Esta médica madrileña, que terminó la residencia en mayo, ha encadenado una veintena de contratos temporales desde entonces. Denuncia el traslado a Ifema, donde la Comunidad de Madrid abrió un gran hospital de campaña para la covid: “la consejería [de Sanidad de la Comunidad de Madrid] nos obligó a los residentes a abandonar nuestros centros de salud, que estaban hasta arriba. Fui en contra de mi voluntad”. También ha trabajado en Vallecas, entre los barrios más humildes y más afectados por la covid. Ha pasado por casi una decena de centros, entre ambulatorios, zonas rurales, el hospital Infanta Leonor, en Vallecas, e Ifema. Le ofrecían contratos temporales de seis meses, “los contratos covid”, una fórmula que permitía mover a los efectivos entre centros. “Para mí la continuidad en un mismo equipo es esencial, creo que es una piedra más en el desmantelamiento de la primaria. Todos con contratos cortos, el más largo de dos meses que llevo ahora”. Se está planteando irse a África con Médicos sin Fronteras. “Trabajas en misiones de seis meses, con contratos mínimos anuales, es más estable que hacerlo en Madrid”.
Lleva dos semanas de baja. “Nuestro trabajo requiere tener salud mental”. Ha visto cómo ahora afloran también en sus pacientes las crisis de ansiedad, las depresiones: “Más de la mitad de las llamadas a la consulta son para eso. Es necesario hacer un duelo social de todo lo que ha ocurrido”. Sueña con abrazar a su gente. Y viajar, “a la preciosa Extremadura o a Galicia, no hace falta ir a Tailandia”.
Nuria Díaz Cepeda, etiquetadora en Mercamadrid
“Durante el confinamiento era trabajo, casa, descanso. No tenía vida”
Nuria Díaz se levanta de lunes a viernes a las cuatro de la mañana. A las cinco está en Mercamadrid para envasar y etiquetar carne que luego se reparte a los supermercados. No dejó de hacerlo durante los meses de confinamiento ni tampoco después. “Todos los días trabajo, casa, descanso. No tenía vida”. Hasta la paró la policía secreta. “Iba a por mi coche a las 4.30 y bajaron en dirección contraria. Pensé que me iban a atracar. Pero eran policías. Les conté que iba a trabajar y me dejaron marchar sin problemas”.
El trabajo de su empresa se multiplicó durante el confinamiento para abastecer de carne a los supermercados a los que mucha gente acudía para llenar los carros como si estuviera al caer el fin del mundo. Nuria, de 42 años y nacida en Madrid, echa cuentas. Cada día podía etiquetar seis palés de 120 cajas con cuatro paquetes de entrecots cada una: 2880 etiquetas.
El día que aplaudieron a su madre en el Congreso ―es la hija de Valentina Cepeda―, se enteró después que el resto porque mientras trabaja no tiene el móvil: “Me alegro de que se le haya reconocido, que se vea que siendo la mujer de la limpieza es esencial”. Vive con su madre y con la pareja de su madre. Les resultó difícil mantener la distancia en casa: “Íbamos los tres con mucho cuidado, era muy agobiante todo”. En Mercamadrid los bares estaban cerrados y muchas empresas no abrían. Durante los primeros meses desayunó sola, en su coche, con un termo de café: “Me agobiaba, no quería que nos pegáramos nada”.
Echa de menos ir a una sala de fiestas con sus amigas:. “Quiero volver a bailar rodeada de gente”.
Rosa María García, trabaja en una residencia
“Esto va a dolernos mucho tiempo”
Rosa María García, madrileña de 52 años, no pudo acudir a la foto de grupo por un problema personal que le surgió el día de la cita en Cibeles. Cuando cuenta al teléfono lo vivido en la residencia pública donde trabaja –el Gobierno ha certificado 29.408 muertes en residencias por coronavirus, el episodio más oscuro de esta crisis sanitaria- hay momentos en los que llora, flojito y sentido, como si no quisiera molestar. Se acuerda del primer fallecido en la residencia, Eduardo, que murió al mes de contagiarse. O Gumer, que tenía 100 años pero energía y salud para haber durado unos cuantos más. En su residencia “que no era de las peores”, acudieron los soldados de la UME (Unidad Militar de Emergencias), desinfectaron, dieron pautas. Tras su visita, dividieron la residencia en tres colores, como un semáforo. Rojo, infectados; naranja, con síntomas; verde, sin contagiados. García trabaja de noche y, por reparto, le tocó zona verde. Pero en una jornada, “de golpe hubo 12 positivos que se pasaron a la zona roja. No se nos protegió. Estamos a pie de cama, somos sus ojos, sus manos, sus pies”.
Cerraron al público el 13 de marzo. Explicaron la situación a los residentes que podían asimilarla, pero no a mayores con alzheimer o demencia que se vieron encerrados de la noche a la mañana, sin entender nada. “Muchos de los que murieron tenían posibilidades de salir adelante pero no pudieron porque no se les pudo derivar a ningún sitio. Murieron sin su familia. Cuando ves que ha llegado su momento, estás preparada, pero no era su momento. Ese es el gran dolor”.
Ella recuerda que trabajaba en un hospital durante los años duros de contagios de sida, en los ochenta. Atendió a los heridos del 11-M porque vivía en Entrevías al lado de donde estallaron los trenes. “Nada de todo eso tuvo ni punto de comparación con esta crisis. No sé cómo he sido capaz ni sé si volvería a ser capaz de hacerlo. Empiezo a verlo con distancia, pero sigue doliendo y va a doler durante mucho tiempo. Espero que la gente no se olvide”.