Cuando el coronavirus obligó a Boris Johnson a dejar de ser Boris Johnson
La cifra de contagios y muertos y las alertas de los científicos fuerzan al Gobierno del Reino Unido a un cambio drástico en su respuesta
Todos los países felices se parecen, pero cada uno afronta a su manera la desgracia. Boris Johnson reconocía este mismo sábado que el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus siglas en inglés) corría un serio peligro de “desbordamiento". Parapetado en sus asesores científicos para justificar su respuesta a la crisis del coronavirus, como el resto de líderes europeos, en un primer momento quiso ser el político al que los británicos ya se habían acostumbrado. Optimista y ligero de toda gravedad —”lávense las manos el tiempo que dura cantar dos veces el Cumpleaños Feliz"—; convencido de que el recién recuperado “control” de su destino gracias al Brexit permitía —casi obligaba— al Reino Unido a ensayar su propia respuesta a la amenaza; alérgico a cualquier decisión con tintes autoritarios, contraria a un país celoso de sus derechos y libertades —"si los ciudadanos hacen caso a nuestros consejos, les daremos las gracias"—; y en cierto modo, alentado por el mito erróneo de la heroica resistencia de la población durante la II Guerra Mundial, que se ha mostrado inútil y hasta contraproducente ante una pandemia. Johnson pensó en un primer momento que era posible hacer frente a la pandemia y salvar la economía británica.
En los últimos días, sin embargo, la aceleración de la cifra de contagios y muertos, y las llamadas de alerta de la comunidad científica, han obligado a Downing Street a cambiar su estrategia.
El Gobierno británico publicaba el viernes todos los documentos que el Grupo de Asesores Científicos para Emergencias (SAGE, en sus siglas en inglés) ha ido poniendo sobre la mesa en las últimas semanas. Era la respuesta a la avalancha de críticas que acusaba al equipo de Johnson de responder poco y tarde a la amenaza. Treinta y cuatro informes que abarcan desde los modelos matemáticos de proyección del contagio, al consenso de los expertos sobre su rapidez de propagación o tasa de mortalidad, las ventajas e inconvenientes de las medidas de aislamiento social o los análisis de comportamiento de la población ante situaciones extremas. “El conjunto de evidencias colectivas que hemos publicado ha tenido un significativo papel a la hora de elaborar nuestras recomendaciones, en lo que se refiere al cuándo, cómo y por qué el Gobierno ha adoptado hasta el momento las medidas que ha adoptado”, ha dicho Patrick Vallance, el asesor científico jefe del equipo de Johnson. La comunidad científica ha aplaudido el ejercicio de transparencia, y mantiene intacto su respeto hacia los profesionales que asesoran a Downing Street, pero está muy dividida al valorar la intensidad de la respuesta elegida por el Gobierno.
“Quiero un economista manco”, cuenta la leyenda que exigió en cierta ocasión el presidente estadounidense Harry Truman. Ante una situación excepcional, los asesores se limitaban a recitar los pros y contras de cualquier medida: “On one hand... but on the other hand” (Por un lado... pero por otro, vendría a traducirse). Johnson ha escuchado estos días cómo el cierre de escuelas apenas sería capaz de “retrasar en tres semanas el pico de los contagios”, pero a la vez podría provocar “enormes costes económicos y educativos, aumentos considerables de bajas entre los trabajadores de los servicios sanitarios y sociales y un posible repunte al poner a los niños en contacto con sus abuelos”, como especifica uno de los informes. Un claro ejemplo de las ventajas e inconvenientes que cada decisión arrastraba.
En busca de un equilibrio que ha resultado imposible, el Gobierno británico se agarró a hipótesis científicas dotadas de lógica pero difíciles de defender políticamente. “Una estrategia adicional consistiría en aplicar medidas más intensas en aquellos grupos de edad o riesgo que presentan más posibilidades de desarrollar una enfermedad grave (aislamiento en casa de los mayores de 65 años o protecciones extra en las residencias para mayores). La mayoría de la población desarrollaría inmunidad y se podría prevenir una segunda ola de contagios, a la vez que reduciríamos la presión sobre el Servicio Nacional de Salud (NHS, en sus cifras en inglés)”, aseguraba un informe del 26 de febrero.
De esa idea surgió la noticia de que el Gobierno de Johnson aspiraba a lograr “inmunidad de grupo”, y que para lograrla pretendía dejar que el virus se propagara alegremente y murieran unos cuantos miles de ciudadanos. “Debo ser claro con ustedes y con la ciudadanía británica: muchas familias van a perder a sus seres queridos antes de lo que pensaban”, decía el primer ministro el pasado 12 de marzo, cuando anunció que había decidido pasar de la fase de contención a la de retraso del virus. Aunque algún medio como The Times ha llegado a atribuir a Dominc Cummings, el asesor estrella de Downing Street, la iniciativa de esa pretendida estrategia utilitarista -"y si mueren algunos pensionistas, mala suerte", pone el diario en su boca-, el Gobierno se apresuró de inmediato a desmentir que fuera ese el plan.
La bomba que lo cambió todo llegó un día después. El informe del Imperial College de Londres, firmado por los profesores Nial Ferguson y Azra Ghani, que también se puso en manos del Gobierno británico, estimaba que con las primeras medidas adoptadas (aislamiento de siete días para los que presentaran síntomas, 14 días para los núcleos familiares y recomendación de aislamiento social) el Reino Unido hacía frente a la posible cifra de 260.000 muertos, no solo por el coronavirus sino por otras enfermedades que el NHS no tendría capacidad de tratar. Estos datos, y la trágica evolución que se observaba en países como Italia o España, cambiaron el rostro y el tono de las intervenciones de Johnson.
Existe todavía un consenso entre políticos y científicos británicos que defiende la búsqueda de una complicidad voluntaria de los ciudadanos para asumir las medidas, por drásticas que sean, antes que la imposición. “A todos aquellos que salgan a hacer ejercicio o a tomar el aire les pido enfáticamente: guarden un distanciamiento social. Porque si no lo hacen, no pueden hacerlo o se niegan a hacerlo, deberemos adoptar medidas más estrictas”, reclamaba este domingo Johnson. Porque el Gobierno ya ha aprobado la legislación extraordinaria que dota de mayor autoridad a las fuerzas de seguridad, y se prepara para aplicarla cuando sea necesaria. El viernes se decidió finalmente ordenar el cierre de bares, restaurantes y gimnasios. Horas antes, el padre del primer ministro, Stanley Johnson, todavía fanfarroneaba en un programa de televisión: “Si me entran ganas de ir al pub, iré al pub”. Esta vez su hijo no le rió la gracia. La drástica realidad de la crisis parece haber convencido finalmente al político más atrabiliario y rebelde de la reciente historia del Reino Unido de que su voluntarismo no le servirá de nada. La frase más recordada estos días en el Reino Unido, probablemente apócrifa pero nunca mejor traída, fue la que pronunció el primer ministro Harold McMillan (1957–1963) cuando un periodista le preguntó qué podía lograr que un Gobierno cambiara de rumbo: “Los acontecimientos, joven, los acontecimientos”.
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