El ‘reality’ somos nosotros
La televisión ha dejado de ser un mundo de fantasías para poner sus esfuerzos en imitarnos
Hace tiempo que dejé de ver la televisión. No porque se haya convertido en telebasura, que es la coletilla que se suele usar para justificar esta deserción. Al contrario, la erradiqué porque necesito huir de la realidad, y la tele se parece cada vez más fielmente a ella. Sus realities, sus concursos, sus debates actúan como un microscopio preciso, que pone a la vista de todos la insulsez de nuestra cotidianeidad, la mezquindad que empleamos los unos con los otros, el diminuto espacio en el que nos movemos. Frente a la opinión general, estoy convencido de que la televisión ha dejado de ser un mundo de fantasías, frivolidades y escapismo. Pone todos sus esfuerzos en imitarnos, en acercar su lupa gigantesca a nuestros prosaicos problemas, en reflejar nuestra ideología ramplona, en ensalzar los valores nepóticos (“todo por los míos”) y comodones (“si me gusta, es bueno”) que nos mueven.
Tengo pruebas irrefutables de ese proceso de desglamourización que ha sufrido la tele desde su invención, y que le ha llevado a sustituir progresivamente a prohombres y famosos por vulgares telespectadores como protagonistas de sus programas. Hagan memoria. ¿Recuerdan los concursos internacionales de música como Eurovisión, San Remo o la OTI? Pocos de ellos sobreviven y los que aún continúan se han llenado de frikis: chiquilicuatres, mujeres barbudas o vulgares imitadores de Abba. Los viveros de artistas son ahora concursos como Operación triunfo, La Voz, Lluvia de estrellas o Popstar, de los que nacen famosos casposillos como Bisbal, Rosa (de España), Chenoa o Bustamante. Con la diferencia de que además de sus trinos y sus gallos, tenemos que sufrir su aprendizaje, sus devaneos sexuales o sus problemas con la dietas. Como si fueran colegas nuestros.
Lo mismo ocurre con los debates. Antes se disputaban batallas dialécticas de altura a propósito de los grandes temas de la humanidad. El más recordado es La clave, de José Luis Balbín, en TVE, que contaba con contertulios como Olaf Palme o premios Nobel como Severo Ochoa. Pero, ¿qué sabían ellos de nuestras vidas si se pasaban el día encerrados en sus despachos oficiales o en sus laboratorios? Los tertulianos de El gran debate, Al rojo vivo o El cascabel al gato viven más apegados a la realidad. Hay un político con bigote y héroe del campechanismo militante, que promociona sobaos y anchoas de Cantabria mientras arregla las pensiones o el conflicto de Gaza, invariablemente con los sabios consejos que le ha dado el último taxista que le lleva al plató. Otro, con coletas, convence al electorado de que debe votarle para acabar con la casta política que cobra dietas y sueldos escandalosos, no como él, que también los cobra pero los dona a su productora de televisión (o sea, a sí mismo). En esas tertulias, el éxito se mide por los decibelios de la bronca y los insultos en Twitter. ¿No se parecen a nuestras peloteras de familia o oficina más memorables?
Sin duda, donde este transformismo televisivo se ha hecho más patente ha sido en los programas del corazón. Los magazines de hace unos años nos hacían suspirar con los triunfos y desgracias pluscuamperfectos, adornados de lentejuelas, de artistas y famosos. En su lugar, los Sálvame de ahora se alimentan de las vidas torcidas de los parientes de los famosos. Últimamente, ni eso, porque los protagonistas son los propios tertulianos. Nos descubren sus riñas, sus polvos de una noche de borrachera, la porquería que guardan en su armario familiar. Se golpean entre sí como púgiles sonados. Atrás quedan los líos galácticos de Frank Sinatra y Ava Gadner, o el odio homérico de la Magnani hacia Ingrid Bergman. Nos son más familiares las trifulcas de Matamoros, Karmele, Lydia Lozano, Raquel Bollo y Belén Esteban. Nos parecemos más a ellos que a las estrellas del cine. Pero no me gusta que me lo recuerden. Por eso apago la televisión.
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