El Estado autonómico, contra las cuerdas
Las comunidades, culpadas del despilfarro, pierden crédito ante los ciudadanos Nada demuestra que el centralismo sea más eficaz Expertos abogan por revisar el modelo en clave federal
Tres décadas después de su puesta en marcha, el sistema autonómico se tambalea, sacudido por los vientos domésticos de la involución, la amenaza de la prima de riesgo y las deficiencias propias. En un año, las autonomías han pasado de ser una cuestión pacífica, instituciones valoradas positivamente, a convertirse en el chivo expiatorio de las angustias económicas, responsables primeras del déficit público, culpables de los males que aquejan al país. Según el reciente sondeo de Demoscopia, ocho de cada 10 españoles creen que las comunidades autónomas han contribuido al despilfarro y a empeorar la crisis; siete de cada 10 opinan que han aumentado la burocracia y el gasto, sin con ello mejorar sus prestaciones ni la convivencia entre las nacionalidades y regiones.
¿El Estado autonómico es en sí mismo caro e insostenible o el fruto de una clase política poco responsable aquejada del mal de la emulación y los delirios de grandeza? ¿Estamos ante un problema sistémico o de gestión? Aunque los escándalos que ponen de relieve la práctica del derroche, la duplicidad y solapamiento de servicios es mucho más acusado en unas comunidades que en otras, el modelo en sí está siendo desacreditado ante la mirada también crítica de los observadores internacionales. Los dedos acusadores se multiplican y gana cuerpo la idea de que la España autonómica ha entrado en barrena, aunque la generalización hace injusticia y hay comunidades mucho más virtuosas que otras. Desde posiciones diametralmente opuestas, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, y el presidente de la Generalitat catalana, Artur Mas, certifican la defunción del sistema. La primera, partidaria de la recentralización (devolución de competencias a la Administración central), considera el modelo fracasado, mientras el segundo, con un pie ya en la senda independentista adoptada por su partido, afirma que el Estado autonómico es “una ficción”.
Tras haber soslayado, desacreditado, minado, durante décadas la idea e imagen de España, los nacionalismos de sesgo antiespañol justifican ahora su marcha con el argumento de que la marca España no vende. Como si pudieran saltar del agitado tren español y ponerse a cubierto de los cambios estructurales, las cesiones de soberanía en todos los ámbitos, los compromisos y sacrificios que acarreará la salida de la crisis económica europea. En este clima de progresiva polarización, crecen hasta erigirse en mayoría absoluta los partidarios de superar el modelo, ya sea para desmantelarlo y volver al Estado centralista (30%), o para mejorar las competencias autonómicas (10%), caminar hacia el federalismo (11%) o iniciar la vía de la independencia de determinas comunidades (13%).
El número 17 (cifra de las comunidades autónomas, a las que hay que añadir las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla) está cargado de aprensión. Abundan los estudiosos que consideran disparatado tal número de autonomías. Juzgan necesario llegar a una recomposición-reordenación del mapa territorial del Estado para que puedan asociarse las comunidades de, por ejemplo, menos de cinco millones de habitantes y aprovechar las economías de escala en determinados servicios. Con una población superior a los 80 millones, la potentada Alemania cuenta con 16 länder.
El “17 de todo no puede ser” ha pasado a ser un comentario de uso corriente en un momento en el que, bajo el foco internacional de la crisis, España necesita demostrar que es una unidad económica y política. ¿Hay que llevar el Estado de las autonomías al desguace o hacerle la revisión de los 30 años y extraer las lecciones oportunas? ¿No corremos el riesgo de arrojar el agua sucia de la bañera con el niño dentro? “Los Estados que eclosionan son los centralistas”, advierte el catedrático de la Autónoma de Madrid Juan José Solozábal. Con sus virtudes y defectos, sus logros y lagunas, el sistema autonómico viene a ser la segunda piel de la democracia española. Los conceptos de libertad y autonomía, que estuvieron presentes en la II República y fueron ensamblados en la fase agónica de la dictadura franquista, alumbraron juntos la democracia actual, de forma que la historia de estos últimos siete lustros no deja de ser la historia de la España autonómica. ¿Podemos dar marcha atrás sin que se resienta el pulso democrático? ¿Tiene sentido volver a las autonomías de primera y de segunda, ahora que, como en la fábula, la tropa de comunidades tortugas que siguieron la vía lenta del artículo 143 de la Constitución han alcanzado a las liebres: País Vasco, Cataluña, Galicia y Andalucía del artículo 151?
Los partidarios de superar el modelo son ya la mayoría absoluta
Como si se tratara de una carrera ciclista iniciada hace 30 años, la escapada de las liebres ha seguido provocando la reacción del pelotón de tortugas que no admiten excepcionalidad o singularidad alguna. “Nosotros, lo que pidan los catalanes”, es una voz que se susurran los mandatarios autonómicos. Los catalanes aspiran, a su vez, a poseer lo que de excepcional tienen vascos y navarros: la autonomía fiscal del Concierto Económico vasco y el Convenio navarro que les permite recaudar todos los impuestos y en la práctica contribuir mínimamente a la solidaridad y cohesión interterritorial. Entendida generalmente como privilegio —algunos estudios calculan que permite una sobrefinanciación pública por habitante de hasta el 60%—, la excepcionalidad vasco-navarra constituye un elemento estructural de agravio comparativo que tensiona permanentemente desde el vértice al conjunto de un sistema sacudido por las dinámicas centrípetas y centrífugas. ¿Hay alguna autonomía que no se sienta agraviada por su financiación?
“Tenemos un problema grave con el cálculo del cupo (el dinero que aporta Euskadi como contrapartida por los servicios que le presta el Estado) porque todos los años es negativo. Sin llegar a eliminar el régimen foral, habría que suprimir esa diferencia y hacer que también ellos contribuyan a la solidaridad”, indica el catedrático de Economía Julio López Laborda. Lejos de justificar la singularidad propia, el argumentario nacionalista que invoca a las vicisitudes de la historia, como si fueran obra del pueblo soberano, enreda aún más las disputas. Y es que, puestos rebuscar en la historia, ¿quién le puede negar a las marcas de Castilla, Aragón, Valencia, Asturias… el protagonismo pasado? “Lo que no ha habido es un diseño consensuado de Estado. El propio Estado se desentendió del mismo y eso explica las actuales disfunciones”, afirma José Tudela, profesor de Derecho Administrativo de Zaragoza.
A falta de un modelo claro constitucional, el Estado autonómico ha ido conformándose por la vía de hecho estatutaria. El problema es que, después de 30 años, se necesitan respuestas jurídicas y políticas que la Constitución no pudo prever porque en 1978 nadie pensaba en un desarrollo autonómico tan intenso y generalizado. La oleada de descrédito llega en el momento en el que el proceso se encuentra detenido, como en un callejón sin salida, tras los límites que el Tribunal Constitucional impuso al Estatut catalán y el rechazo del Congreso al Plan Ibarretxe. Una vez más, ha quedado flotando la sensación de que el Estado autonómico se ha cerrado en falso.
Contra lo que suponen muchos españoles, no está en absoluto demostrado que el centralismo resulte más económico. Los escasos estudios existentes muestran, por el contrario, una relación favorable entre la descentralización y el crecimiento de la riqueza, con la salvedad de que la intensidad normativa regulatoria perjudica la apertura de establecimientos empresariales de más de 200 empleados. Según esos estudios, los Gobiernos regionales conocen y se adaptan mejor que el Gobierno central a las necesidades en infraestructuras educativas y carreteras, facilitan más la innovación en el área de la sanidad y mejoran los resultados educativos, sobre todo en las comunidades más ricas. Gracias a la mayor contribución fiscal de estas regiones, la descentralización ha mantenido en líneas generales la solidaridad interregional y ha garantizado en todas las comunidades una oferta básica de servicios públicos. Alemania, la potencia económica europea por excelencia, es un Estado federal, mientras que los tres países rescatados: Grecia, Portugal e Italia, son centralistas.
La excepcionalidad vasco-navarra tensiona todo el sistema
Como López Laborda ha puesto de manifiesto en el debate sobre el proceso autonómico organizado en Zaragoza por la Fundación Jiménez Abad, la preferencia ciudadana por la fórmula autonómica responde fundamentalmente a las ganancias de eficiencia derivadas de la descentralización. Eso explica tanto el hundimiento actual de la reputación autonómica, como la positiva valoración de que disfrutó en los años ochenta y noventa, período caracterizado por la intensa política de cohesión territorial realizada con fondos de la Unión Europea. Las inversiones en infraestructuras y capital humano tuvieron entonces un impacto evidente en el crecimiento y la redistribución regional de la renta, pero López Laborda piensa que ese proceso de convergencia territorial se ha revertido. Cree igualmente que la tendencia a la reducción de la pobreza y de la desigualdad personal de la renta de los años 1970-1990, inducida por los programas de rentas mínimas y de prestaciones a los más necesitados, se ha ralentizado significativamente.
Tres décadas después de su andadura, el Estado autonómico tiene un anclaje social bastante dispar, según la comunidad. En general, el 50% de la población ignora que las comunidades autónomas intervienen en la Educación y la Sanidad, el 40% desea que esos servicios sean prestados por la Administración central y gran parte de la población cree que sigue pagando todos sus impuestos al Estado. A la falta de visibilidad en ese terreno, hay que añadir la falta de transparencia —que impide que el desempleo y los impuestos sean comparados entre las autonomías, y que tanto reproche suscitan en los organismos internacionales—, la inexistencia de coordinación y cooperación a la hora de compartir infraestructuras y servicios y un cierto regionalismo económico que da preferencia a las empresas regionales y fomenta los solapamientos y duplicidades. Sin embargo, una amplia mayoría de catalanes está a favor de que se ponga un techo de gasto a todas las Administraciones y que el Estado ejerza ese control.
“El sistema fiscal se ha hundido a causa de la crisis, pero tenemos que tener en cuenta que aunque volvamos a crecer no recuperaremos ya las tasas de ingresos anteriores. Eso nos obliga a las comunidades a pensar qué vamos a hacer con los impuestos y a tener muy en cuenta la relación coste-beneficio. Hay que afianzar finanzas públicas sostenibles, acabar con el comportamiento cortoplacista de la política, aplicar una reforma ortodoxa con reglas fiscales y déficit estructural cero. Tenemos que ser más merkelistas que la propia Merkel”, subraya Julio López Laborda.
¿Y qué hacer respecto al modelo? “La confederación hay que descartarla porque conduce a la eliminación de la autonomía o a la independencia”, apunta Juan José Solozábal. ¿Estamos otra vez ante el dilema entre la tabla de quesos —cada uno elige el tipo de competencias que quiere— y el “café para todos”, esa expresión que los nacionalistas vierten despectivamente y que tan irritante resulta en el resto de los oídos autonómicos? “Los cafés no han sido iguales, ha habido mucha variedad y, al final del proceso, cada comunidad ha elegido el suyo. Así cobra sentido esa idea de reforma constitucional para ordenar. En el caso español, reformar para federalizar es ordenar. Y, como siempre en el federalismo, se trata de reforzar la unidad reforzando el respeto a la diversidad”, sugiere José Tudela.
“De hecho, somos federales en todo, menos en el nombre. Deberíamos sacar madera doctrinaria del federalismo y reformar una Constitución que se ha quedado muy vieja para hacerla más equilibrada y explícita. Hay que hablar claro, como indicaba el ministro de Canadá Stéphane Dion”, señala Javier García Roca, director del Instituto de Derecho Parlamentario y catedrático de Derecho Constitucional de la Complutense de Madrid. Ante los movimientos secesionistas del nacionalismo quebequés, Stéphane Dion promovió la ley de la Claridad, luego avalada por el Tribunal Supremo de Canadá. Esa ley establece que aunque el Derecho Internacional y la Constitución canadiense no le reconocen a Quebec el derecho a la autodeterminación, Canadá debería considerar la separación de esa provincia si ante una pregunta clara en referendo los quebequeses se pronunciaran con una mayoría suficiente a favor de la escisión. A partir de ahí, el Estado canadiense abriría una negociación para establecer las compensaciones derivadas de ese ruptura y el estatus de las minorías no partidarias de la independencia.
El “devastador” efecto en Cataluña
“El tiempo de los juristas ha pasado. Es hora de que la interpretación de los textos sagrados de la Constitución y los estatutos dé paso a las consideraciones políticas, económicas o de otro tipo”, apunta Carles Viver Pi-Sunyer, director del Instituto de Estudios Autonómicos de la Generalitat de Cataluña. Autor del borrador original del Estatut, luego recargado con las propuestas de los partidos catalanes que terminaron por hacerlo inviable a ojos del Tribunal Constitucional, Carles Viver transmite una visión poco optimista del futuro del sistema porque no ve factible un consenso sobre las profundas reformas que, a su juicio, reclama el Estado de las autonomías. “El problema fundamental es que no existe un diagnóstico mínimamente compartido. Mientras un amplio sector piensa que el Estado central no tiene suficiente poder para asegurar la unidad política y económica que España necesita, otro amplio sector en Cataluña piensa que no tenemos suficiente poder y recursos como entidad nacional diferenciada”.
Viver Pi-Sunyer sostiene que la sentencia del Tribunal Constitucional “dejó el edificio estatutario aparentemente en pie pero desactivó en su casi totalidad con la precisión del relojero la eficacia práctica de las novedades introducidas”. Dice que el fallo tuvo un efecto “devastador” en la opinión pública catalana, aunque admite que la organización territorial del poder en Cataluña quedó prácticamente igual y con la ventaja añadida, “no baladí en los tiempos recentralizadores que corren”, de que se obtuvo el rango estatutario para prescripciones que hasta entonces eran simplemente legales. Visto el auge del independentismo: casi el 30%, el doble que hace tres años; el ascenso del federalismo: 30,8%, y la caída al 27,8% de los que se muestran conformes con el actual nivel de autogobierno, no cabe dudar del efecto ciertamente devastador del proceso que desembocó en la sentencia.
Si nada ha cambiado y las escasas modificaciones son positivas, la pregunta es por qué “el sentimiento más extendido en Cataluña es que el nuevo Estatuto ha supuesto un retroceso”, como señala Carles Viver. La respuesta habrá que buscarla en la sobreactuación interesada de los políticos y propagandistas que buscan la polarización política y el agravio, grandes manantiales de votos independentistas.
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