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Créanselo, señores diputados

En igualdad de circunstancias, a más inversión en investigación científica, más resultados, y no se puede esperar más de lo segundo sin aumentar lo primero.

Se pueden asignar fondos a la investigación para cumplir con lo que se percibe como correcto: porque lo hacen los países más avanzados, porque parece apropiado apoyar a nuestros científicos. O se pueden asignar fondos a la investigación por el convencimiento de que sin ella "no hay riqueza ni progreso; y puede tenerse una idea del poder real de un país moderno y de su adelanto y jerarquía por la calidad y el número de sus centros de investigación", como dijo Bernardo A. Houssay, Premio Nobel en Medicina. En el primer caso, en momentos de crisis económica las partidas destinadas a investigación son, por prescindibles, objeto de recorte. En el segundo, por el contrario, cuando la situación económica es crítica y la necesidad de generar riqueza apremia, la inversión en investigación se incrementa. Entonces más que nunca.

Tras cuatro siglos de estancamiento y uno de arranques frustrados, el incremento sostenido de la inversión pública realizado en las dos últimas décadas ha hecho posible una pequeña revolución en el panorama científico español. En el área concreta de la Biomedicina -que no es pequeña ni carece de relevancia-, el número de laboratorios con un nivel de excelencia reconocido internacionalmente ha crecido, se han creado nuevos centros de investigación que operan con normas y criterios similares a los de aquellos que son líderes mundiales, y España empieza a ser un destino más para los investigadores de otros países. Son buenas noticias, excelentes, pero sólo relativamente. La actividad científica era una realidad tan marginal en el punto de partida que cualquier cambio supone una gran mejoría. A nivel absoluto, considerando no la mejora, sino lo conseguido, los criterios indicativos de la potencia científica nos sitúan, aún, en lugares muy poco gloriosos de la clasificación internacional.

Esto nos sale muy caro, porque la dura realidad sigue siendo que la tecnología en la que se basan los ensayos con los que se nos diagnostica, las medicinas con las que se nos trata, los robots que analizan nuestra muestras en los hospitales, y en general, la mayor parte de las aplicaciones de los avances en biomedicina que nos rodean tienen su fundamento en conocimientos desarrollados por otros. Conocimientos que no nos pertenecen y por cuyas aplicaciones, por lo tanto, pagamos en partida doble: pagando su precio y dejando de ingresar lo que ganan los países que las han desarrollado. Procede pues alegrarse por la tendencia pero no cabe perder la preocupación por la gran distancia que aún queda por cubrir; es enorme. Y procede, pues, seguir aumentando la inversión.

Una máxima, se podría decir que ridículamente simple, rige la productividad científica: la correlación entre inversión en investigación (euros) y resultados obtenidos (conocimiento, patentes, innovación, valor añadido) es positiva. La ecuación no es simple y tiene otros factores muy importantes que cabe optimizar, pero en igualdad de circunstancias, a más inversión, más resultados, y no se puede esperar más de lo segundo sin aumentar lo primero.

En pocos días estará en sus manos, señores diputados, decidir si abren otro paréntesis en el desarrollo de la ciencia en España o si mantienen el avance sin pausa hacia el objetivo de que, por fin, inventemos nosotros. Créanselo e incrementen las partidas destinadas a la inversión en investigación científica. Ahora, más que nunca.

Cayetano González es jefe del Laboratorio de División Celular del Instituto de Investigación Biomédica, Barcelona

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