Por qué de pronto todo el mundo odia a Coldplay
Serán cabeza de cartel en Glastonbury, tocaron en la Super Bowl, arrasan en ventas y agotan entradas en minutos. Sin embargo, los británicos son cada vez más criticados. ¿Quién tiene la culpa?
“Es la banda más lamentable que he escuchado en toda mi jodida vida”. Así de expeditivo manifestaba el prestigioso crítico americano Chuck Klosterman su ‘desapego’ por Coldplay hace unos años. Y no está solo en el camino, ya que la prensa musical especializada parece estar bastante de acuerdo con él. “Es el grupo más insufrible de la década”, afirma Jon Pareles para The New York Times. “Han envenenado a toda una generación de música rock británica”, concluye Andy Gill en The Independient. Y esto sin tener en cuenta su actuación en la pasada Super Bowl 50 que, según la opinión general, fue eclipsada por sus acompañantes, Bruno Mars y Beyoncé. Pero aunque parezca que no es un buen momento para ser fan de Coldplay, las cifras indican lo contrario. Su séptimo disco, A head full of dreams, se ha metido en el top 3 de la lista USA y es el más vendido en Reino Unido, superando a la todopoderosa Adele. Además, esta misma semana han sido confirmados para el prestigioso festival Glastonbury, batiendo el récord de ser el primer cabeza de cartel en actuar hasta en cuatro ocasiones. Sí, el grupo que lleva más de 15 años en la primera línea de la música y con más de 70 millones de discos vendidos, camina sobre una fina cuerda entre sus miles de detractores (muchos de ellos fans decepcionados) y un éxito global fuera de toda cuestión. ¿Por qué Coldplay provoca esta visceralidad? ¿Está ‘bien visto’ entre los melómanos ser un seguidor de la banda en 2016?
El pasado mes de diciembre, la NFL –liga nacional de fútbol americano– les anunció como el grupo encargado del show del descanso. Una cita soñada por cualquier estrella de la música en un escaparate incomparable. Sin embargo, la elección de los británicos levantó polvareda entre el público norteamericano, en un país donde el grupo no goza del mismo predicamento que en el resto del mundo. Imaginemos por un momento a un estereotipo de aficionado al fútbol americano, en un rancho de Wisconsin con su Budweiser en la mano y que entre placaje y placaje, ve como le plantan delante el falsete de Chris Martin en The Scientist. Difícil de digerir, ¿no? Así que para evitar polémicas, la organización decidió acompañarles de otras dos rutilantes estrellas, Bruno Mars y Beyoncé. No es un hecho aislado eso de llevar artistas invitados. Sin ir más lejos, las raperas Missy Elliott y M.I.A. acompañaron en sus espectáculos a Katy Perry y Madonna respectivamente, pero con una popularidad y un target muy diferentes del artista principal. Parece lógico pensar que si decides escoltar a Coldplay por dos cantantes-bailarines-iconos como Beyoncé y Bruno Mars dándoles además más exposición que a la propia banda, el espectáculo acabará siendo sustraído de sus protagonistas iniciales. En los apenas seis minutos de actuación en solitario de Coldplay, himnos de estadio como Paradise o Clocks quedaron muy deslucidos; terminando con Up&Up, una canción de su último disco, pobre e intrascendente comparada con otros temas que no llegaron a ser interpretados como Yellow, In My Place o Speed of Sound. ¿Por qué no echar mano de los grandes éxitos del repertorio en una noche tan importante? ¿Quién permitiría verse acompañado por dos artistas tan grandes que pudieran eclipsarlos? Pues probablemente, nadie en el mundo excepto Coldplay.
Quizá tenga la culpa “el síndrome Anne Hathaway”. Así, con el nombre de la ganadora del Oscar por Los Miserables, calificó una periodista de Buzzfeed a aquellas personalidades que sufren una dolencia resumida en algo así como “haces todo bien y la sociedad te odia por eso”. Críticas que no parecen influir en la banda, que ha apostado por ir a lo seguro en sus últimos discos antes que intentar reinventarse a ellos mismos. Una falta de ambición, irreprochable empresarialmente, que asoma en unos tracklist protagonizados por singles tan pegadizos y festivos como faltos de profundidad. Perfectos para atraer a la mayor cantidad de gente posible, lo que en televisión se denomina como “gustarle a la señora de Cuenca”. Ryan Bassil, en el artículo ¿Por qué odiamos a Coldplay?, afirma que “en esencia, Coldplay ejemplifican el hecho de que la música no siempre tiene que responder los problemas del oyente o desafiarlo. A veces solo tiene que conmover”. Si pudiéramos extrapolar una comparación con el cine, podríamos decir que Coldplay han decidido convertirse en música de palomitas, un blockbuster simple pero espectacular, y tremendamente efectivo. Y sus detractores, al odiarlo, consiguen confirmarse a sí mismos como todo lo opuesto a lo que representa el grupo, es decir, como personas profundas, desafiantes, alternativas y sesudas. ¿Hay algún fan del indie a quien le guste encontrarse tatareando la misma canción que su madre, su cuñado y su abuela? ¿Podemos renegar de un grupo que tiene en su repertorio temas como Clocks, Don´t Panic, The Scientist o Death and all his friends?
El principal problema con Coldplay parece residir precisamente ahí: en lo que fueron, o en lo que apuntaron ser. Cuando el mundo presenció por primera vez a Chris Martin caminando por la playa un día nublado en Yellow tuvo clara su predicción: son los nuevos Radiohead. Pero ellos tomaron la decisión de convertirse en una mega banda pop (cuyo clímax llegaría con Viva la Vida, el disco más vendido del mundo en 2008) en vez del icono de la música alternativa que apuntaron en un primer momento. El periodista Andrew Romano, en su artículo ¿Por qué mola odiar a Coldplay? para The Daily Beast, apunta a que el problema no es solo su gran popularidad sino que “visten y parecen una banda de rock alternativa. Escriben sus propias canciones. Tocan sus propios instrumentos. Trabajan con productores experimentales (Brian Eno, Jon Hopkins). Las portadas de sus álbumes las realizan artistas reputados. Son británicos. Estructuralmente, son más parecidos a Radiohead que, por decir, Katy Perry”. Coldplay cosechan una popularidad indiscutible pese a que los halagos a sus discos no han hecho sino caer desde A Rush of Blood to the Head. Según la web Metacritic, que aglutina todas las puntuaciones de la crítica especializada, desde su segundo disco han descendido sus notas de un 80 (sobre 100) hasta el 60 de su séptimo y último trabajo. Incluso el añorado David Bowie rechazó una colaboración con el grupo esgrimiendo que el tema “no era muy bueno”. ¿Se enfadó la banda? ¿Quemó el estudio de grabación? Ese no es su estilo. El batería Will Champion pensó que Bowie “era muy sagaz. No le ponía su nombre a cualquier cosa. Le concedo crédito por ello”. Una pérdida de prestigio entre los expertos que, afortunadamente para ellos, no fue percibida así por el gran público, permitiéndoles continuar en lo más alto hasta ahora, mientras otros contemporáneos como Travis, Keane, Snow Patrol o The Fray entraron de lleno en el peligroso limbo del “estos se separaron, ¿no?”.
“Siempre he pensado que si fuera un chaval de 16 años y me gustara Coldplay lo mantendría en secreto. No somos cool y nunca lo seremos. (…) Los mejores grupos en el mundo hoy son Arcade Fire y Sigur Rós. Creo que Coldplay es solo la séptima mejor banda”, confesó en una entrevista Chris Martin, el indiscutible líder de la banda y culpable de gran parte del amor y el odio que despiertan. Es evidente que es la estrella del rock más descafeinada en décadas. No es un chico malo, ni intenta serlo. Es solo un buen tipo. No fuma, no bebe, es vegetariano. Sonríe, salta y corre por el escenario. Jamás ha hecho una declaración incendiaria. Tiene tal carencia de ego que ha reconocido que las letras de sus canciones son “son un poco mierda” y que su música es como un “buen sándwich”. Hasta el cacareado divorcio con Gwyneth Paltrow (hablando de antipatías, ella fue la famosa más odiada de Hollywood hace unos años), se ha resuelto con una paz admirable y ambos continúan siendo grandes amigos. Martin es el perfecto reflejo de su público. Las hordas de fans que acuden a sus conciertos entran al estadio civilizadas, educadas, buscando una cerveza para humedecer la garganta pero sin importarles quedarse con una Coca-Cola Zero si se han agotado las existencias. No hay pogos en sus conciertos, ni falta que hacen. Son hipnotizados por el carisma inocente de Martin, por esos himnos que narran historias sobre el amor, la vida o la traición. Para resumir, Coldplay es Beckham poniendo un centro con su pierna derecha, Hugh Grant tartamudeando frente a Julia Roberts, Chris Martin pidiéndote que mires lo amarillas que están las estrellas y lo que brillan gracias a ti. Experiencias universales, conceptos globales carentes de cualquier hondura y reflexión. ¿Pero acaso hace falta?
Ahora volvamos al principio de este artículo, al comentario del crítico Chuck Klosterman que calificaba la banda como lo más lamentable que había escuchado nunca. Años después, el periodista publicó un libro en el que rectificaba sus furibundos comentarios hacia el grupo. “Odiaba Coldplay para evitar odiarme a mí”, apunta. “’Amar’ y ‘Odiar’ no son opuestos. El opuesto de amar es la indiferencia. Así que si odias algo, significa que tienes una relación emocional muy profunda con lo que eso simboliza”. Quién sabe, igual la animadversión por «la séptima mejor banda del mundo» pueda arreglarse con unas cuantas sesiones de psicólogo. Solo esperamos que en el hilo musical de la sala de espera no suene Fix You.
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