Placeres de verano | ¿Unas palas? El viejo Tinder de la playa que aún funciona
Echar una partida de palas es mucho más que practicar deporte en la playa: es, también, una forma de generar encuentros, provocados y fortuitos
Al principio da pereza. De un verano a otro se pierde forma, se pierde costumbre y se pierde, sobre todo, pique, que es la principal razón por la que alguien contesta “sí” a la pregunta: “¿Unas palas?”. Pero a estas alturas ya se deben haber jugado las partidas épicas del verano y cada playa coronará nombres, o motes. Algunos aún resuenan en el imaginario de los palistas: el Zorro plateado o El negro, apodos épicos y sonoros, como el propio juego.
Cuentan que fue un tal Mariano López quien en 1929, en la playa de la Magdalena, en Santander, comenzó a jugar en la arena con unas raquetas que fabricaba su padre con cordaje de zapatero. Imitaba a la burguesía santanderina que se reunía en el tenis y, de hecho, utilizaba para sus partidos las pelotas que se colaban desde el club. Harto de romper aquellas raquetas rústicas, decidió jugar con una de madera inspirándose en la pala de frontón vasca. La que desde los años noventa se conoce como “pala cántabra” ha de pesar entre 500 y 700 gramos y está hecha con madera maciza de haya. Se parece a la paleta argentina, inventada en Buenos Aires hacia 1905 por un emigrante vasco, apodado Sardina, que comenzó utilizando un omóplato de vaca para emular el juego de su tierra. En Argentina, ya se sabe, de la vaca hasta los andares.
Volvamos a la playa: en Cantabria han protegido el juego de palas como un bien cultural y eso le da cierto rango y ciertas normas. Nomenclaturas incluso: “Hay un parador, de espaldas a la pared que para y coloca, y pegadores que matan”, explica Pepa Huerga, miembro de la Asociación El camello, que es una playa de Santander. Puede sonar muy competitivo, pero en realidad es todo lo contrario: en este juego nadie gana. Consiste en mantener la pelota en el aire el máximo tiempo posible. Ya está. En verano las medidas cambian: no se hacen kilómetros, se hacen playas; no se nadan largos, sino que se llega hasta las boyas; y no se juegan sets: todo el mundo sabe quién ha jugado mejor, quién es el ganador. Pero nadie lo dice. En la colectividad en la que nos criamos los niños de playa, las palas se comparten, pasan de una mano a otra, aunque si se pretende jugar en serio es conveniente llevar las propias. También por las manías. En mi pueblo vizcaíno algunos adultos jugaban (juegan) con palas de frontón, más gruesas y estrechas que las cántabras, aunque no es la norma. Una no pide a otro grupo un trago de agua, ni una toalla seca, ni un mordisco del bocata, ni usar la sombrilla un rato. Las palas, sí. Sin pudor. Se comparten, es la ley. Esto da pie a encuentros fortuitos y provocados, a dejar caer la pelota cerca del elegido con el que se coincide después en alguna fiesta de alguna virgen o algún santo, entre la canción del verano y el pañuelito. Macarena cuenta que jugar bien a las palas “sumaba puntos y solo tenías que perder la vergüenza de pedir las palas o la pelota”. Curro se acuerda de aquel día de viaje en Llanes cuando para impresionar a un grupo de chicas literalmente se deslomó: “Aguanté jugando al hermano de una, pero acabamos tomando algo. Las palas sí tenían un componente de exhibicionismo práctico, y entre pala y pala, un chiste”. Así se hacía match antes del Tinder, y algunas adolescentes me informan de que aún funciona.
Lo del chiste viene a cuento porque es también Curro quien categoriza las tribus de la playa: “Los que jugábamos a palas éramos los feos. Luego estaban los surfistas, que aparecían con unas melenas rubias… Yo ya era calvo”, así que lo que quedaba era la destreza de la pala. La técnica no es fundamental, aunque ayuda y se nota quien juega a tenis o a frontón. Hay que pegar fuerte, colocársela al compañero, y jugar siempre “con buenas palas y pelota de tenis”. La pelota tiene que estar un poco pelada, desgastada, para que coja fuerza y los pelillos (nombre técnico) no salpiquen si la pelota cae en el agua, que caerá porque salvo en Cantabria a palas se juega en la orilla, con la arena dura, pero no regada, y a poder ser con marea baja despreciando por completo esas estabuladas zonas deportivas que algunos ayuntamientos construyen cerca de las carreteras y los paseos marítimos. Esto no es Venice Beach, please.
Al principio da pereza, pero luego es difícil desengancharse, por eso se suele jugar con la misma pareja o el mismo grupo, por el pique. Porque no gana nadie, pero siempre hay un ganador moral y un perdedor que busca revancha. En mi playa aún se recuerda a un amigo de la familia que decía a su padre que iba a trabajar y salía de casa vestido de oficina y con maletín: dentro llevaba un traje de baño, dos palas y una pelota de tenis. En realidad iba a la playa, seguramente a tratar de jugar de nuevo con aquel que ayer no le ganó, porque nadie gana, pero a ver quién pierde.
Cinco básicos de jugar a palas:
– «Después de las palas el baño es obligatorio»: no hay baño mejor.
– «Palas, chombo y chiringuito»: quizás solo mejora si se puede tomar una cerveza fría después.
– «Puede jugar una persona de 80 con una de 20»: es un juego pionero en rechazar el edadismo.
– «No jugar con palas de plástico ni pelota de goma»: eso no es jugar a las palas, quizás se pase bien también, pero es otra cosa.
– «Es un juego, no un deporte»: esto es lo más importante, conviene no olvidarlo.
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