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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todo acaba llegando

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El otro día me miré la axila. La observé con atención, con mucha atención. La piel estaba lisa, sin el daño del sol, casi virgen. Era la primera vez en mucho tiempo que lo hacía y pensé que los cuerpos son como las ciudades. En ambos hay áreas que se frecuentan cada día y se conocen de memoria y otras que apenas se rozan. En mi ciudad hay lugares que tengo olvidados, como el Parque del Capricho, que apenas visito y al que siempre prometo volver: las axilas son el Capricho. Hay zonas que gusta compartir: en mi caso son las piernas o clavícula, igual que hay rincones o edificios que siempre tengo que fotografiar, como Torres Blancas o el Puente de Triana de Sevilla.

Algunas partes del cuerpo me dan miedo, como esas calles por las que camino de noche con el paso rápido y la llave en la mano; otras son parecidas en todas las personas, como lo son los barrios residenciales de las afueras. También hay otras zonas que agotamos de tanto mirarlas, como la cara o las manos. La espalda es esquiva, nos da la espalda y, con frecuencia, se queda sin cremas, por pura pereza. Hay calles así, tan elegantes como ella, pero para las que nunca tenemos tiempo. Por ejemplo, nunca paso por la calle Arrieta y es una de las más bonitas de Madrid. Nunca me miro la cara externa de los muslos. No me interesa. Se lo contaba, tumbada en una camilla en el hotel Urso a Leydi, la terapeuta que me estaba realizando un tratamiento de vendas calientes y frías para drenar, aligerar y cuidar las piernas. En ese diván que es toda camilla le dije: “No he tenido celulitis hasta hace cinco años, llevo toda mi vida sin ella y ahora tengo algo”. Y ella respondió, sabia: “Todo termina llegando, pero para eso están los cuidados”.

Había tanta verdad en esta oración adversativa que seguí rumiándola cuando salí del spa, huelga decir que mucho mejor que cuando entré. Todo termina llegando, la celulitis, también. Es un fenómeno democrático que no distingue a la ganadora de un Oscar de mí. No me angustia, pero tampoco la celebro: no soy tan moderna. Como canta Rigoberta Bandini, “esto de nacer mujeres en el tiempo de Despentes es difícil, no sé por dónde empezar”. Ni yo. Es bonito ese “cuidados”, mucho más que la palabra autocuidado, si la escucho una vez más, grito. El autocuidado no existe: es cuidado. Cuando otras personas como Leydi nos masajean nos están cuidando. Cuando nos aplicamos una mascarilla nos estamos cuidando. En esta sociedad tan egocéntrica abusamos del prefijo auto. El autocuidado, y esto es más grave, se ha usado en los últimos meses para ocultar fallos graves en el sistema. “Autocuídate, porque yo, como gobierno, no pienso hacerlo”, era el mensaje que lanzó la presidenta de la Comunidad de Madrid en plena explosión de contagios de ómicron y delta. Grito. No es agradable autocuidarse.

Cuando me recuperé del covid, gracias a mis (auto)cuidados y los de las personas cercanas, descubrí que me había desconectado de mi cuerpo, aunque eso no era culpa de la clase política, sino del virus. La enfermedad hace presente lo más básico de él, pero olvida su parte sensual. Cinco minutos después de que el test de antígenos diera negativo hice varias llamadas de teléfono: cita en la peluquería, cita en la depilación con hilo (qué cejas) y cita para pedicura. Volví a recorrerme de la cabeza a los pies, como haces en una ciudad que te gusta y que llevas tiempo sin pasear.

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