¿Qué clase de madre abandona a un hijo?
La periodista Begoña Gómez Urzaiz debuta con un libro en el que investiga el lado más turbio de la crianza y la creación femenina.
Nadie se lo ha exigido, pero Begoña Gómez Urzaiz (Tarragona, 41 años) convive con una tiránica app imaginaria en su cabeza, una calculadora de tiempo de calidad con su familia que nunca se apaga. “Estar aquí contigo, en domingo, haciendo esta entrevista, implica no estar con los niños [tiene dos hijos, de ocho y cuatro años]. Como sabía que esto iba a pasar, ayer los llevé unas horas a la playa. Se lo pasaron muy bien, mojaron los pies en el agua y jugaron en la arena. Llevarlos al mar me da puntos extra en esa app, compensa la ausencia de esta mañana lejos de casa”, cuenta esta periodista cultural, colaboradora habitual de EL PAÍS. Sé que esas notificaciones imaginarias siempre están alerta, cuestionándola y juzgándola desde ese impasible rincón autoimpuesto de su cerebro, porque no dejaron de atormentarla (y así lo presencié) durante la escritura de Las abandonadoras (Destino, 2022), su debut en ensayo. Paradójicamente, ponerse a investigar y escribir desde la honestidad de la primera persona sobre las ambivalencias de la crianza y la creación; diseccionar que podía haber llevado a un buen surtido de mujeres fascinantes a abandonar a su prole por motivos más o menos egoístas, le hizo sentirse, en cierta manera, como una más de ese clan. Uno que conforman Doris Lessing, Ingrid Bergman, Mercè Rodoreda o Joni Mitchell, entre muchas otras madres elusivas e incómodas a los ojos del resto. “He tenido una relación tóxica e íntima con ellas al interrogarlas imaginariamente. Al final, solo quería entenderlas”.
¿Qué clase de madre abandona un hijo?
No lo sé. No puedo dar una respuesta satisfactoria, pero sí es una realidad que me persigue. Mi madre no me abandonó, al contrario, es una madre hiperpresente. Pero cuando leí que Muriel Spark dejó dos años a su hijo de cuatro en un convento, mi cabeza volvió a la historia de Ingrid Bergman, a la incomodidad de ver Carol, a recordar que me preguntaba dónde estaban los padres de Pippi Calzaslargas. ¿Por qué me obsesionaban esas historias? Me turbaba, porque me cuestionaba a mí misma como feminista, me convertía en una persona que no quiero ser.
“Pasa que los padres se esfumen, pero ningún entorno es comparable al abandono de una madre”. ¿Por qué?
Si ahora tú y yo nos sentáramos a hacer una lista de personas que conocemos en primero, segundo o tercer grado que se han criado lejos de su padre por distintos motivos —y no por fallecimientos—, en 10 minutos tendríamos a unos 30. Si quisiéramos hacer eso con madres, no nos saldrían apenas. En mi entorno social hay muchas maneras de construirse una familia y, en cambio, no tengo cerca ninguna madre abandonadora o que esté a punto de estallar. La madre que se aleja de su hijo está demonizada, mucho más que el padre que no ejerce como tal.
“La culpa es de las madres” es una frase tan gastada que hasta ocupa uno de los ensayos del texto.
“La culpa es de las madres” es un cliché que funciona como una de esas plantas muy bastardas que crecen en cualquier clima: sirve en la ficción, en la vida y hasta en la ciencia. La profesora de Harvard Sarah Richardson investigó esto en La huella materna, en cómo se ha extendido científicamente en poco tiempo la idea de que lo que le ocurriera a la madre se traspasaba después al feto. Como que las supervivientes del 11-S pasaron el trauma a sus hijos. Para que una idea así triunfe y se implante tan rápido, tienes que tener a todo el mundo muy presto a decir “la culpa es de las madres”, incluso antes de ser madre.
En películas como La hija oscura se visibiliza la ausencia de culpa en la abandonadora. ¿Estamos listos para esta conversación?
Veo a madres abandonadoras en la ficción y la literatura. Están en la última novela de Laura Fernández, en la de Aroa Moreno, en el próximo libro de Claire Vaye Watkins, en La hija oscura y en el remake de Historias de matrimonio, pero no estoy segura de que estemos preparados para según qué conclusiones. Alguna consecuencia habrá en ti misma y en el mundo que has construido con ese hijo. Hay que asumirla, igual que separarte de tus parejas tiene una consecuencia. No sé si estamos listos para exonerar, para decir que hay un final feliz en una madre que abandona.
En el libro aparecen madres abandonadoras muy conocidas, como Gala, Muriel Spark o Ingrid Bergman. Estos hechos apenas se destacaron en sus obituarios.
Es tentador considerarlo como una victoria del feminismo, como si fuese una normalización de las mujeres en la vida pública. Poder decir: he aquí unas mujeres a las que no se ha juzgado como madres ni por su vida íntima, sino que han jugado con las mismas reglas que los hombres. A los grandes hombres no se les ha juzgado como padres tradicionalmente. Es tentador verlo así y decir: ¿Por qué hay que bajarlas al barro a ellas? ¿Por qué no pueden estar exactamente igual que los hombres? Pero yo no creo que se deba a eso.
Entonces, ¿a qué?
A una mezcla como de pudor biográfico, malentendido de muchas veces por parte de los biógrafos y de los estudiosos, de los filólogos, por ejemplo, que han estudiado, en el caso de las que son escritoras, la obra de estas mujeres con esta especie de reparo, de pudor, de no querer bajar al barro de algo que se considera íntimo y menor, cuando en realidad es algo muy monumental en la vida de cualquier persona tener o no tener hijos. Sin ánimo de comparar, porque ese es un libro monumental, es una pregunta similar a la que se hizo Maggie O’Farrell en Hamnet: ¿cómo es posible que ninguno de los estudiosos de Shakespeare haya dado importancia al hecho de que se muriera su hijo, uno de sus tres hijos? Ella lo dice, que a pesar de las diferencias en mortalidad infantil, un hecho así, que se muera tu hijo, tiene consecuencias en la vida de cualquiera.
Además de estas mujeres célebres, introduces la historia de mujeres migrantes que se han alejado de sus hijos, continente de por medio, por prosperar económicamente. ¿Por qué?
Aunque desde el principio del libro estoy hablando de qué pasa cuando tú abandonas, cuando no hay un motivo mayor que el dinero o la guerra de por medio, al final eso es una minoría de casos. La gran inmensa mayoría de mujeres que se tienen que separar de sus hijos lo hacen sencillamente por dinero. Nos rodean, están por todas partes y tienen historias muy importantes. Reconozco que hay un punto de culpa blanca de clase media en mi aproximación a este tema y que, aun así, tenía que vencerla y tenía que hacerlo bien, dejando que fuesen ellas las que lo contaran.
¿Qué has detectado en sus casos?
El contraste entre dejar a tus hijos y cuidar de los hijos de otros, porque la mayoría aquí ejercen de cuidadoras; la inadecuación que no sientes que perteneces ni al sitio al que estás ni del que te has ido y el factor de la tecnología, que ha supuesto un acercamiento, pero supone nuevas cargas y deberes. Es muy difícil y todo es muy devastador. Dentro de ellas, hay tristezas muy profundas, existe mucha culpa en estas madres, pero a la vez tienen muy claro por qué lo hacen.
El dinero para maternar es clave en el texto, donde rescatas un titular de Reino Unido que decía que “el cuarto hijo es el símbolo de estatus definitivo”.
Si no hablamos de dinero y maternidad, esta conversación no me interesa. En el libro cuento que yo en realidad no me podía permitir mi segundo hijo y lo tuve de una manera un poco inconsciente. No debería haberlo hecho atendiendo a mis ingresos. El motivo central en la maternidad siempre es el dinero y nos sigue dando apuro reconocerlo, mezclar esas dos cosas, hijos y dinero.
El libro explora el marketing de la imagen de las nuevas “malas madres bien”.
Este libro está lleno de ‘malas madres mal’. La ‘mala madre bien’, que por supuesto que está tipificada, es bastante cansina. Es una construcción muy de clase media y occidental. Entiendo que exista, está bien y no la demonizo, pero el relato de la “mamá en apuros” que tanto abunda en Netflix no me interesa. Son mujeres que no subvierten las ideas de la “maternidad intensiva”, un concepto de la socióloga Sharon Hays para referirse a los cinco puntos en los que se ha convertido la crianza hoy en día: absorbente, trabajosa, perfeccionada por expertos, individualista y cara.
Las abandonadoras “querían tener hijos sin tener que convertirse en madres”. ¿Qué implica?
Así como me cuesta entender lo de dejar a tus hijos atrás y siento que es algo que no sería capaz de hacer, esa parte sí la comprendo. Ser madre es algo que va unido a la renuncia. Devalúa tu capital laboral, tu capital erótico y te arrincona socialmente. ¿Quién va a querer eso? De hecho, cuando me felicitaban por no parecer madre, me lo tomaba como un cumplido de alguna manera, porque estaba emitido como un halago. Quizá esa es la conversación: redefinir el concepto de ser madre para que no resulte tan incómodo.
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