¿Podemos vivir sin Internet?, por Javier Calvo
Abran los ojos. En dos décadas, la red ha destruido las librerías, los periódicos o la lectura.
«El espacio, la última frontera», decían en Star Trek, una serie concebida en unos tiempos en que la carrera espacial todavía suscitaba sueños de colonización. O por lo menos de algo más útil que lavadoras rebotando estúpidamente en un cometa y lunáticos de la astrofísica con camisas ridículas.
El resto es historia: cayó el Muro de Berlín y nos abocamos a este capitalismo neofeudal donde todo está explorado y el consumo es la única ruta que queda, aunque todo indique que el barco está a punto de pegarse una castaña monumental.
Pero no nos deprimamos. Hay una frontera sin explorar, aunque no lo parezca. Yo me la encontré por accidente hace unas semanas, en un viaje que me obligó a subsistir cinco días sin Internet. ¿Lo pasé mal? Bastante. ¿Descubrí cosas sobre mí mismo y sobre el mundo? Sin duda. Y no he sido el único.
La forma en que Internet se infiltró en nuestras vidas recuerda a cómo crece un hijo delante de tus narices. Las visitas se asombran de lo grande que se ha vuelto, pero tú ni te das cuenta, porque lo ves cada día. Así, casi sin darnos cuenta, las personas de mi edad hemos vivido la mayor revolución tecnológica y social de la humanidad desde la rueda o la máquina de vapor. El problema es que tampoco nos hemos dado cuenta de cómo nos invadía.
James Brown es un periodista británico de The Telegraph que se prestó hace un año a un experimento que consistía en vivir una semana sin Internet para que su experiencia apareciera en un documental. Brown era un usuario de Internet normal (es decir, no vivía en una choza en el Congo). Admitía pasar más tiempo del día conectado que fuera de la Red, y la mayor parte de ese tiempo llevaba a cabo actividades inútiles y estúpidas. Los resultados de esta prueba de crueldad mengeliana se pueden encontrar en el documental No Internet Week (en Internet, dónde si no), y cuando yo lo vi después de pasar cinco días desconectado me estremecí al reconocer mi propia experiencia.
Brown describe en términos desgarradores cómo de repente pasó de llevar una vida de estrés salvaje a tener todo el tiempo que había desaparecido misteriosamente de su vida diaria. Las mismas tareas que antes le ocupaban un día entero ahora las podía hacer en solo una hora. Al serle confiscado el teléfono con Internet, ¡volvió a hablar con la gente! En otras palabras, se había convertido en una persona de los años 90, de antes de que empezara esta especie de argumento aberrante de ciencia ficción en el que todos hemos entrado sin enterarnos.
Una de las ideas más esperpénticas de hoy en día es considerar que la tecnología es una simple herramienta, «ni buena ni mala», y que su carga moral depende solamente del uso que se le dé. Es el famoso argumento que usó Mark Fowler de que la tele es «una tostadora con imágenes». No lo es. E Internet tampoco es un invento neutro.
Abran los ojos y miren a su alrededor. En dos décadas, Internet prácticamente ha destruido cosas como las librerías, los periódicos o la lectura. Esto último es literal: ya hay estudios diciendo que el cerebro post-Internet apenas puede concentrarse en leer 300 páginas seguidas.
El grado de parasitismo de Internet se multiplicó por mil millones cuando se mudó a nuestro bolsillo. Baste con decir que uno de los últimos teléfonos inteligentes se lanzó con el argumento comercial de que podía mojarse, para no tener que separarse de él a la hora de la ducha.
No la podemos ver, pero la última frontera la tenemos delante de las narices. Basta con tirar tu puto router por la ventana. Te espera un viaje fabuloso a un mundo perdido: el pasado.
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