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Madres manipuladoras o cómo un conflicto universal se convirtió en material literario

Varias novedades editoriales revisan con distinto tono ese canon que tiene a Vivian Gornick y Annie Ernaux como referentes

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“Soy yo, tu madre, tengo la voz fatal”. Ni el título ni la primera línea de Llamadas de mamá engañan. El libro breve de la francesa Carole Fives, que acaba de publicar en España Sexto Piso con traducción de Julia Osuna Aguilar, está concebido como un monólogo interrumpido, una serie de llamadas que hace Charlène, una mujer de sesentaymuchos años a su hija, que le coge el teléfono y debe responderle ocasionalmente pero a la que no oímos ni leemos.

Charlène, a la que primero diagnostican un cáncer y después parkinson –éste es, aunque no lo parezca, un libro de humor– que parlotea como una cotorra y es capaz de sostener una cosa y su contraria, dos habilidades infravaloradas, es la protagonista absoluta del libro pero no es la dueña del punto de vista. Ese pertenece a la hija que calla al otro lado del teléfono, cuyos juicios imaginamos aunque no estén escritos –qué pesada mi madre, pobre mi madre, ya está otra vez mi madre, hay que quererla a mi madre, podría callarse un poco mi madre– y cuya entera configuración como persona está calculada en oposición a Charlène. Ella es todo lo que no es su madre.

El libro coincide en la mesa de novedades de las librerías con otros que tienen una dinámica parecida. Piedras en el bolsillo es la segunda novela que publica Libros del Asteroide de Kaouther Adimi (1986), escritora argelina afincada en París. Aquí de nuevo tenemos un combo madre/hija y un teléfono de por medio. La hija está en París, trabajando en una editorial, llenando a la vez de orgullo y de frustración, más de lo segundo que de lo primero, a la madre, que se quedó en Argel. Cuando la hermana pequeña de la protagonista anuncia que va a casarse, ese trigger tan propio de comedia romántica, alterando así el orden natural de las cosas, la madre va llamando a la hija, incordiándola. Que cuando va a ir Argel, que cuánto tiempo se va a quedar, que qué vestido piensa ponerse, que cuándo piensa encontrar un marido ella, siendo la hermana mayor.

Aunque esta madre es muy distinta a la de Carole Fives, sus incursiones telefónicas empiezan igual, con un “soy tu madre”, como si no hubiera agendas en los móviles, como si una hija no supiera reconocer una llamada de su madre incluso antes de mirar la pantalla. La narradora también es, sobre el papel, lo contrario de su progenitora. Trabaja en una editorial de revistas infantiles y trata de asimilarse al mundo de sus compañeros, “treintañeros sobrecualificados”, que “aseguran que votan a la izquierda, no creen en Dios, se hidratan religiosamente la cara y esconden despiadadas ambiciones profesionales” mientras sueñan con dejar París y vivir en un pueblito de la Provenza. Ella aprovecha esas ensoñaciones de los bobos aspirantes a neorrurales de París para venderles una idea edulcorada de Argelia. “No hace falta que los franceses lo sepan todo”.

Estas dos madres están constantemente decepcionadas con las decisiones vitales de sus hijas, pero a la vez sienten el orgullo del propietario. “Desde que te vio en la tele, Colette no hace más que criticarme”, dice Charlène a su hija escritora. “Si eso no es envidia, que venga Dios y lo vea. Yo le dije: Mi hija es una artista, mientras que la tuya, que no sale de casa, es una vaga, eso es lo que es”.

En el interesante prólogo que firma en la edición española de Llamadas de mamá, la escritora Eider Rodríguez inscribe a la “reptiliana” e histriónica Charlène en el “más que necesario nuevo catálogo de madres” que aportaron algunas autoras del siglo XX a la literatura, “junto a la de Irène Nemirovsky, Jamaica Kincaid, Annie Ernaux o Vivian Gornick entre muchas otras”. Estas dos últimas, que se han hecho con una base de lectoras apasionadas en español en los últimos años, conceden a sus propias madres un papel fundamental en su sistema literario. En los dos casos hubo un caso de desplazamiento de clase con el salto generacional. Las madres no estudiaron; las hijas sí, y volvieron a casa hablando otro idioma. “Ella no había entendido que ir a la universidad significaba que yo empezaría a pensar de manera coherente y en voz alta. Eso le supuso una sorpesa violenta. Mis frases se volvieron más largas tan solo un mes de las primeras clases. Más largas y complicadas, formadas por palabras que ella no siempre entendía”, explica Gornick en Apergos feroces (Sexto Piso), que está dedicada por completo a la compleja relación entre la escritora y su ‘Ma’. Ésta enviudó muy joven y se quedó paralizada en el luto y la depresión. El contrapunto es la vecina, Nettie, joven, atractiva y trajinadora de amantes. Gornick no encuentra un modelo ni en una ni en la otra y se vuelve ducha en el manejo del reproche, que es la lengua universal de la relación materno-filial y el que tienen todos estos libros en común.

Annie Ernaux escribió Una mujer (Cabaret Voltaire) nada más morir su madre, en 1987, y dice la autora que su intención era permanecer “por debajo de la literatura”, no romancearla demasiado. Ernaux habla del difícil encaje con una mujer tan distinta, que le avergonzaba en el colegio caro al que había conseguido llevarla con su trabajo de 18 horas al día en su ultramarinos. “No le gustó verme crecer. Cuando me miraba desnuda, daba la impresión de que mi cuerpo le daba asco. Sin duda tener pecho, caderas, significaba una amenaza, la de que corriera detrás de los chicos y dejara de interesarme por los estudios”. A pesar de ese cisma, ya de adulta, la escritora se llevó a vivir a su casa a su madre viuda, donde ella intenta ocuparse de la casa para que la hija pueda escribir y trabajar como profesora. “De nuevo –dice Ernaux– nos dirigíamos la palabra en ese tono particular, entre irritado y constantemente recriminador, que hacía que pareciera, erróneamente, que estábamos riñendo, y que yo reconocería siempre, entre una madre y una hija, en cualquier lengua”.

El último título en esta minicolección siempre ampliable de madres e hijas es Una familia en Bruselas, que acaba de publicar Tránsito con traducción de Regina López Muñoz. Aquí es la madre, Natalia, una judía polaca superviviente de Auschwitz, la que espera siempre la llamada de sus hijas y la que le pide por carta que le cuenten todo sobre su vida y su trabajo. Akerman, que después rodó los últimos meses de su madre en su película No Home Movie y le dedicó otro libro, titulado, Mi madre ríe (Ocho milímetros), alterna aquí las dos voces, la suya y la de Natalia. Akerman dijo al final de su carrera que se había dado cuenta de que su madre había sido el núcleo de toda su obra, de la que siempre se dice que colocó lo doméstico en el plano de lo universal. Le sobrevivió por muy poco tiempo. Tras rodar No Home Movie, que era un diálogo de ambas en la mesa de la cocina, murió la madre, y poco después se suicidó Akerman, que había empeorado de su trastorno maníaco-depresivo.

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