Lo que no se ve
«Ahora prefiero la narración de lo sutil a la emoción de lo explícito».
Un verano preadolescente saqué a escondidas de la biblioteca de un pueblo en el Pirineo un ejemplar de El código Da Vinci, de Dan Brown. La novela se había publicado hacía poco en español, causando mucho revuelo y escándalo en algunos círculos. Yo estaba en esa etapa de transición entre los libros juveniles y las novelas de adultos, que en mi generación se aceleró gracias a la saga Harry Potter. De El código Da Vinci me atraían muchas cosas mientras lo leía a la luz de una linterna bajo las sábanas: la idea de estar transgrediendo las normas y asomándome a algo prohibido, el morbo de la incursión en el mundo adulto, y sobre todo la narración explícita que tenía el libro. A mis ojos de niña, todo lo que el autor describía con detalle era fascinante, cuanto más gráfico y manifiesto mejor. A esa lectura le siguieron varias intrigas vaticanas, y cuando me aburrí de ellas pasé una época intensa de romances de la mano de Marian Keyes. En esos primeros libros adultos buscaba las claves de lo que sucedería más adelante, cómo sería crecer.
Luego una crece y durante algunos años —la adolescencia, la universidad— la vida pasa por delante de la literatura. No importa tanto leer porque lo que toca es vivir esas experiencias. Me resulta curioso y a la vez natural, pensar que empecé a devorar libros porque quería una explicación categórica del mundo. Y que sin embargo de adulta mis novelas preferidas son relatos de lo imperceptible. Mis favoritos son aquellos que cuando los intentas describir a alguien parece que no van de nada. Pienso en Departamento de especulaciones de Jenny Offill, Gente normal de Sally Rooney o Lo raro es vivir de Carmen Martín Gaite; y en películas como Aftersun, Boyhood y Lady Bird, con tramas aparentemente inocuas.
En el epílogo de Leila Guerriero para la reedición de Bonsái, la primera novela —en realidad una especie de relato largo— de Alejandro Zambra, la argentina se interroga respecto a la ausencia de trama: “Cualquiera puede preguntarse: ¿Qué pasó? Y la respuesta que tiene Bonsái es simple y brutal: “Pasó la vida.” A Patricia Arquette, la madre que protagoniza Boyhood, le pasa algo parecido. En una escena memorable, sentada en la mesa de la cocina con su hijo adolescente repasando los últimos años de su vida, dice: “Pensaba que habría algo más”. Me fascinan estas obras porque representan un concepto que en el mundo del arte se define como espacio negativo, la parte del diseño que no está ahí, el espacio en blanco que se encuentra entre los elementos y sostiene la obra. Lo que no se muestra, no se escribe o no se dice es igual de importante que lo que estamos viendo. El espacio negativo existe porque permite el color y la narración, el movimiento y el diálogo. La protagonista de la novela de Jenny Offill escribe: “Si tuviera que resumir lo que hizo conmigo, diría lo siguiente: hizo que yo me pusiera a cantar todas las canciones malas que sonaban en la radio. Mientras me quiso y cuando dejó de hacerlo”. Y en esa frase simple está todo, el enamoramiento, la relación, la ruptura, el desamor. Quizás tenga que ver con que la vida se va complicando con el paso del tiempo, y por eso ahora prefiero la narración de lo sutil a la emoción de lo explícito. Pero siento que casi todo lo que importa está en esos pequeños espacios entre lo llamativo y el ruido de fondo. En el rayo de luz de la esquina de un cuadro de Hopper, en la frase que subrayamos en un libro cortísimo, en un fotograma de Saoirse Ronan y su madre en coche, o en los acordes finales y la pausa entre dos versos que contienen toda la emoción de nuestra canción preferida.
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