Alex Katz: “Me importa mucho más el respeto que el dinero”
Apostó por el realismo en la era del expresionismo abstracto, elevó el vestido negro a símbolo y ha retratado a modelos de Calvin Klein. El artista abre su estudio del SoHo, donde ultima la retrospectiva que en verano se inaugura en el Museo Nacional Thyssen-Bornesmiza.
A punto de cumplir 93 años, Alex Katz sigue haciendo ejercicio cada mañana. «Entreno tres cuartos de hora. He practicado mucho atletismo y calistenia a lo largo de mi vida, pero sufrí algunas lesiones y por eso ahora es menos intenso, pero sigo haciéndolo a diario», asegura. Comenzó a hacer deporte de joven por sus problemas de espalda y ha sido constante. Así demuestra que es concienzudo, que cuando se pone un objetivo delante no descansa hasta conseguirlo. Dice que por eso se hizo artista. Porque se empeñó en serlo. Porque le gustaría «ser recordado como un maestro». Sus obras –grandes formatos con retratos individuales o de grupo, cutouts y lienzos con flores y paisajes– están en las colecciones del MoMA, la Tate Gallery, el Centre Pompidou o el Reina Sofía. Y este verano el Museo Nacional Thyssen-Bornesmiza prevé dedicarle una gran retrospectiva por ser «una de las principales figuras de la historia del arte americano del sigo XX y precursor del arte pop».
Lo ha logrado siguiendo siempre un camino propio. «Yo no quiero contar historias con mis cuadros, por ese motivo pinto la apariencia. Básicamente pinto lo que veo ante mí», insiste. A los 18 años entró en la universidad privada Cooper Union de Manhattan. En pleno auge del expresionismo abstracto, Katz se decantó por el denostado realismo. «Hacer retratos fue una forma de escapar de todo lo relativo a la pintura de mi época. Comencé a hacerlos para alejarme de Jackson Pollock, principalmente», espeta con voz firme desde su estudio de Nueva York, donde responde a nuestra llamada. Acto seguido apostilla: «El realismo es lo que siempre he querido hacer, busco que mi obra luzca como nueva; lo otro no me lo parecía». Tenía claro que formar parte de una escuela o tendencia no iba con él. ¿Y qué respondía a quienes le criticaban por no seguir el estilo predominante? «Les decía : ‘Ven y vuelve a mirarlo, va a parecerte aún peor», dice entre risas.
Ese aire chulesco le viene de casta. Recuerda a su padre como un hombre en forma y bien vestido que falleció cuando él tenía 16 años y a su madre como una mujer moderna e impulsiva que le contaba que había estudiado interpretación en Odesa con el propio Stanislavski (aunque aún hoy en día él sigue sin tener claro si eso era real o una invención). Katz nació en Brooklyn en 1927, pero cuando tenía un año su familia –judíos rusos emigrados a Estados Unidos tras la revolución– se mudó a St. Albans y él se crio como un tipo duro de Queens. Fue niño durante la Gran Depresión y adolescente en la II Guerra Mundial. «En mi instituto la gente no iba para aprender, sino para lucir ropa. Ropa y baile, esa era la cultura. ¡Me encantaba! La educación seria debería incluirlas», asegura. Él vestía zoot suits, esos grandes trajes con americana larga y bombachos que solían lucir latinos y afroamericanos, cargados de connotaciones políticas. «Para mí no era una declaración social. Tenía que ver con la moda. Siempre he estado interesado en la ropa», aclara.
Duda que pueda ser política –«No lo sé, supongo que en cierto modo sí, pero la moda es efímera. Lo político implica una narrativa de algún tipo. Y la moda creo que es como una flor, su sentido es desaparecer al día siguiente»–, aunque admite su capacidad para definir el espíritu de una época. Lo ha plasmado con su famosa serie Black Dress o sus recientes cuadros con jóvenes en ropa interior de Calvin Klein. «El vestido negro me parece un símbolo universal», afirma, y «diseñadores como [Charles] James, [Cristóbal] Balenciaga o Alexander McQueen eran fabulosos». Christy Turlington o Anna Wintour le han servido de modelos. Con la todopoderosa editora de moda la sintonía fue inmediata: «Hablamos de la moda, de la vida, de todo. Hemos pasado por cosas similares: como yo, no estaba muy interesada en la escuela, sabía que quería dedicarse a la moda. Lo apostó todo en su vida a una cosa y por eso ha tenido tanto éxito. Es como ser pintor, si quieres dedicarte a esto tienes que dejarlo todo e ir a por ello».
¿Alguna vez piensa en lo que habría ocurrido si hubiera fallado esa apuesta por el mundo artístico?
Puedes fracasar de muchas formas, el éxito es complicado y el fracaso también. Conocí a un chico que trabajaba como impresor, hacía serigrafías. Tenía una mujer, hijos, trabajaba a media jornada y luego se dedicaba a la pintura artística. Él decía que había tenido éxito en la vida.
Todo es cuestión de expectativas.
Exacto. Se piensa que un artista de éxito logra mucho dinero, pero a veces se gana mucho dinero, pero no se tiene ningún respeto.
Para usted qué es más importante, ¿el dinero o el respeto?
El respeto, desde luego. El dinero… Si mi objetivo hubiera sido ganar dinero te aseguro que habría ganado mucho más. El precio que están pagando determina tu posición social en el mundo del arte, pero no da una indicación de lo que los demás piensan de ti.
Los retratos de su mujer, Ada del Moro, nacida en el Bronx en 1928, se reparten por su estudio y algunos se podrán ver en Madrid. Dicen que la ha pintado más de 1.000 veces, desde que era una veinteañera a hoy, cumplidos los 90. «No llevo la cuenta, pero tal vez. No me canso de hacerlo, es muy atractiva como modelo. Cambia, no estoy pintando ahora a la misma mujer que hace 30 años. Al principio para mí era como Dora Maar para Picasso, pero con un cuello y unos hombros mejores, aunque Dora tenía mejores ojos», analiza. Se mudó con ella en 1968 a la casa-estudio que aún hoy comparten en el SoHo. «Entonces era una barriada industrial, había incendios todo el rato. Lo llamaban Hell’s Hundred Acres (Los cien acres del infierno). Los artistas empezamos a instalarnos de forma ilegal, el Departamento de Bomberos pensó que eso ayudaría a conservar los edificios y la ciudad hizo una excepción y nos permitió asentarnos allí. Y como los constructores no vinieron con sus grandes moles hoy se ha convertido en uno de los lugares con precios más elevados de la ciudad», explica, consciente de ser uno de los últimos artistas que resisten en la zona.
No se imagina viviendo en otro barrio. Solo sale de su refugio de ladrillos del Downtown para pintar paisajes en Lincolnville (Maine), donde tiene una casita de madera amarilla a la que viaja cada verano. «De mayores, maestros como Picasso o Matisse vivían en el campo. Cuando yo era joven me parecían radicales. Querían alejarse de la civilización, disfrutar de la naturaleza. Eso es lo que yo hago». Pero no entiende Lincolnville sin Manhattan: «Al llegar al campo cuesta deshacerse de la civilización. Tras una semana, la ciudad desaparece y te quedas a solas con tu pintura. Resulta muy agradable. Y después de tres meses es aburrido».
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